Cuando mis hijos eran pequeños celebrábamos las Navidades tratando
de que la alegría y la magia que su madre y yo podíamos aportarles fueran
parejas a sus ilusiones y sus esperanzas. Y espero que, cuando llegue el
momento, las recuerden con la misma apacible emoción que recuerdo yo las mías.
Y su madre las suyas. Ahora que ya son mayores, las seguimos celebrando porque
nuestro agnosticismo comunitario no supone ningún impedimento para hacerlo. A
mí, particularmente, eso de celebrar el «solsticio de invierno» me parece una
extravagancia relamida, una pedantería exhibicionista de lo más cursi. De la misma manera que, a pesar de
mi republicanismo confeso, me parece una idiotez soberana llamar al rey de
España ciudadano Borbón. En fin, allá
cada cual con sus complejos, sus ínfulas o sus dogmatismos sectarios. Yo, por
mi parte, hasta que el pueblo español no decida otra cosa y aunque no me guste,
llamaré rey a quien lo es según nuestras leyes. Y felicitaré en estas fechas
con un Feliz Navidad a quien me pete.
Y eso no me impide seguir pasando olímpicamente de la fe católica y de la
Monarquía. Lo otro, creo que es apenas un postureo de quienes toman el rábano
por las hojas y queriendo huir de un dogma para ellos estigmatizante y carca, se
tiran de barriga a otro, más laicamente puro, sí, pero igual de pamplinoso y
extravagante que aquél del que abominan. Pues eso, tengamos la fiesta en paz y
que cada quien crea lo que mejor le parezca, sin interferencias aleccionadoras
de inquisidores que se sienten con derecho al desprecio de las
creencias de otros que, por otra parte, no hacen daño alguno a nadie y
pertenecen a la esfera más personal de cada cual.
Estos días leí en un periódico digital un titular sugerente: Si odias la Navidad, tienes un talento
psicológico que no conoces. Lo primero que pensé es que a mí no me
merecería la pena tener un talento psicológico si para tenerlo tuviera que
odiar, o sea, tener «antipatía y aversión hacia algo o hacia alguien cuyo mal
se desea». ¿Qué mal puede deseársele a la Navidad? Después la cosa no iba de odio a la Navidad,
sino del uso estratégico de las
fortalezas personales, de sentirnos más auténticos y otras mandangas por el
estilo. Bueno está. Y en otro digital, para no perder comba ni ‘actualidad’,
pude leer la verdadera historia de Jesús, que según dice su autor, apoyado en
el rigor científico (¿?), no nació en Belén ni el 24 de diciembre, ni en un
pesebre; no fue perseguido por Herodes; no se supo de él hasta que tuvo 30 años
y se casó con María Magdalena, que era gnóstica. Y qué quieren que les diga, a
mí todo esto me importa un bledo. Y su contrario, también. Lo cual, que ni odio
la Navidad ni la dejo de odiar. Porque comer o cenar en familia, hacernos
regarlos, tomar unas cervezas con los amigos, desear felicidad a quienes quiero,
acordarme de mis muertos y llorar sus ausencias o zamparme unas cigalitas
cuando se tercia, lo hago todo el año.
No obstante, hay cosas de estas fechas que me gustan especialmente,
a saber: los terroríficos cuentos de Navidad de mi amigo JuanMa Cardoso; la felicitación navideña de su alter ego Bartolín; estar con mi nieta; que mi
hijo Jaime y su pareja vengan desde
Barcelona a pasar unos días con nosotros; las felicitaciones manuscritas con
tarjeta de Navidad o sin ella; estar con mi nieta; el exceso de dulzainas; escuchar el villancico de Pepe Nieto en la
película Amantes; estar con mi nieta
y ver películas que siendo niño veía por estas fechas como, por ejemplo, La gran familia, que vi hace unos días
en 13TV. ¿Quieren creer que, ensimismado como estaba mientras lo hacía, mi
infancia salió del almario y me encontré con ella entre las manos? Me recordó
que cuando la vi por primera vez, yo quería ser Críspulo (Pedro Mari Sánchez),
el ‘petardero preponderante’. Entre lágrimas tuve que confesarle que ahora mi
ídolo era Pepe Isbert, el abuelo. No
le pareció mal y, así, seguimos ambos viendo la peli tan panchos, cada cual con
su rol asumido.
Pero como no hay miel sin hiel ni rosas sin espinas y aunque la
Navidad no sea directamente culpable de ellas, hay otras que no soporto, cuales son: la avalancha insufrible de cursiladas que invaden
redes sociales y televisiones con la palabra «entrañables» machaconamente
presente; la invasión torturante de anuncios televisivos de perfumes en
francés, inglés o arameo que me destrozan los nervios; el alcalde de Vigo y sus
luces; el afán seráfico de unos y otras de que vayamos por las calles como
aprendices de ángeles deseando paz y felicidad hasta a las farolas; el discurso
del rey; los comentarios al discurso del rey; el discurso de fin de año,
impostado y vacuo, del presidente autonómico de turno; los comentarios al
mismo; las aglomeraciones; el abuso de
los precios; el gordo de Navidad; los reportajes televisivos a los ganadores
del gordo de Navidad, y los petardos y la leche que mamaron todos los
petarderos menos Críspulo. En cualquier caso, por resumir y a pesar de muchos, les deseo a
todos los que anden por aquí una feliz Navidad y que el año 2020 sea como cada
cual quiera que sea, si es que esto es posible. Pero por desear que no quede. Y a quien le pique, que se rasque. ¿vale, primo?