Después de comprar el HOY
cada mañana vuelvo a casa y, tras leerlo, tratar de resolver el jeroglífico y
ver cómo andan Olafo el Terrible y su
inseparable Chiripa, me dedico a
repasar la ristra de periódicos digitales que tengo por costumbre. Abarco todo
el espectro de los nacionales, creo, más que nada para comparar cómo una misma
noticia o unos mismos datos pueden llevar, según quién los interprete, a conclusiones
absolutamente contrarias. Y porque me divierte mucho ver los encajes de
bolillos que unos y otros hacen para tratar de arrimar el ascua a su sardina
ideológica que, por otra parte y salvo honrosas excepciones, apesta a podrida a
través de la pantalla del ordenador. De todas formas, desde que el pasado 24 de
setiembre se publicó en el BOE el Real Decreto 551/2019 de disolución del Congreso de los
Diputados y del Senado, y de convocatoria de elecciones para el 10 de
noviembre, el asunto se ha salido de madre, con lo que la diversión plácida que
me producía el contraste político de medios y protagonistas se ha tornado, por
mor de la avalancha sobrevenida de declaraciones, entrevistas, encuestas y
sardinas podridas, en un empacho angustioso, repetitivo y estrambótico
imposible de digerir. Porque nuestros próceres otra cosa no, pero pelmazos lo son
hasta la extenuación. Y capaces de decir la mayor mamarrachada como quien está
descubriendo la cuadratura del círculo, también.
Llegado a este punto y antes de
que mi desquiciado cacumen entrara en un «corredor
sin retorno» irreversible (como le ocurrió al desdichado periodista Johnny
Barret en la película homónima de Samuel Fuller), desde mediados de
octubre paso de puntillas por noticias,
entrevistas o reportajes que se refieran a la matraca electoralista. Lo que me
da tiempo y ocasión de fijarme en informaciones que antes pasaban
desapercibidas a mi escrutinio y que ahora, en general, leo para olvidarlas
sobre la marcha porque suelen ser bobadas mayúsculas sobre el famoseo cutre que
invade nuestras cadenas de televisión o consejos de lo más peregrinos sobre «cómo hacer, cómo lucir, cómo aprovechar,
cómo lograr, cómo quedar bien...» y naderías similares. O, lo que es peor,
sobre qué enfermedades pueden ocultar un callo en el meñique izquierdo, un
grano en el lóbulo de la oreja o un repentino picor de nísperos. ¡Menuda
insensatez, joé! Sin embargo, hay ocasiones, pocas, en las que me encuentro con
joyas impagables como la de la «huérfana impostora»
sobre la que escribí hace unas semanas. Y esta vez que nos ocupa no ha sido
solo una, sino dos las que han venido a enriquecerme en el relajo.
La primera es la historia de un
ciudadano estadounidense que, en 2011 y tras un
tratamiento con antibióticos, fue
presa de una serie de síntomas raros como «pérdida de memoria, niebla mental,
episodios de depresión, cambios de personalidad y comportamientos inusualmente
agresivos». Los médicos, en la Babia yanqui, decidieron enviarlo a un
psiquiatra que como es natural, ya saben, le recetó antidepresivos. De nada le sirvieron
para paliar sus síntomas. Fue cuando la policía lo detuvo bajo la sospecha de
que conducía ebrio cuando empezó a descubrirse el pastel. Al negarse a hacer el
test de alcoholemia fue derivado a un hospital donde comprobaron que su nivel
de alcohol en sangre era de 200 mg/dl (el máximo permitido es de 50), mientras él
negaba repetidamente haber ingerido alcohol. Ante la sospecha más que fundada
de que el enfermo padeciera el síndrome de
la autocervecería, se le realizaron pruebas que detectaron la «presencia de
Saccharomyces cerevisiae (levadura de
cerveza) y S. boulardii en heces», lo
que confirmaba el diagnóstico. Y es que nuestros intestinos, al digerir
alimentos azucarados o que contengan almidón, producen una pequeña e inofensiva
cantidad de alcohol. Pero si la tal Saccharomyces
cerevisiae está presente en ellos, el sujeto se convierte en una cervecería
andante, en una reencarnación de Gambrinus autoabastecido que es presa
de unos colocones espontáneos que ni te cuento, primo.
La segunda tiene como
protagonista involuntario a Richard Barreira, un vigués que, como hacía
desde hace años, publicó en Instagram
las fotografías del primer cocido gallego de la temporada hecho por su madre. Esto
fue a mediodía de un domingo. Y en la tarde de ese mismo día recibió una
comunicación de la citada red social en la que le decían que habían eliminado
su publicación por «infringir sus normas comunitarias» que incluyen «violencia gráfica; lenguaje que incita al
acoso, violencia y acoso escolar (ellos escriben bullying); desnudos y actividad sexual».
En medio de la estupefacción, lo que se me ocurre decir sobre el particular es
demasiado escatológico y obsceno. De modo que como no soy Cristina Morales
y provocar a melindres no es lo mío, lo obvio y echo mano de la respuesta del
propio damnificado, Richard Barreira: «O la unidad censora de Instagram está gobernada por un o una
vegana o es un problema mental o simplemente es que son gilipollas». Sí. Pero yo,
para hacerlo mío, sustituyo en su alegato la conjunción disyuntiva «o», por la copulativa «y». Porque los mandamases de Instagram se
merecen, como poco, esta cópula. Metafóricamente hablando of course, cousin.
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