... Digo yo que será porque, al
sentir que no tenía escapatoria, acepté la situación mansamente y eso me llevó
a aquel relajo dulce, a una modorra suave y agradable de la que me sacó una
mujer que en principio también presumí enfermera. Mientras me espabilaba, ella
había corrido las cortinillas que rodeaban mi lecho, una especie de mosquitera
opaca que nos libraba de miradas indiscretas. Como me habían dicho que lo que
iban a hacer era cogerme una vía venosa, me extrañaba que se utilizara tamaña
parafernalia para preservar mi intimidad. Al fin y al cabo de lo que se trataba
era de pincharme en un brazo... A no ser, ¡ay, madre mía!, que la vía debiera
cogerse en alguna vena adyacente a la delicada ubicación de mi hernia. Y al
instante me imaginé, en un escalofrío, la parte más sensible de mi anatomía
transformada en un sofisticado y lacerante acerico con cánulas y llaves de paso
de colorines.
En esas dolorosas elucubraciones andaba
metido, a punto de perder mi presencia de ánimo, cuando la buena mujer me sacó
de mis dudas y de mi pánico: “Yo soy la peluquera, ¿sabes, hijo mío? Vengo a
rasurarte la zona”. Le indiqué, aliviado, que la víspera, cuando llamaron para
confirmarme la cita, me dijeron que debía ir con la zona rasurada. Y así lo
había hecho yo. O al menos lo había intentado, dada mi inexperiencia en tales
menesteres. Ella, dicharachera, con una campechanía que te obligaba a despejar
cualquier atisbo de vergüenza o pudor que pudieras sentir, tras bajarme los
calzones e indicarme que me pusiera con las piernas dobladas y abiertas, (“como
si fueras una mujer dando a luz”), colocó un empapador bajo mis posaderas, echó
una ojeada profesional a mi pubis pelón, (“lo has hecho muy bien, hijo mío,
pero quedan algunos detalles”), y mientras me hablaba de su madre, del número
de pastillas que tomaba diariamente, me preguntaba por mi historial y por patatín
y por patatán, me dio un repaso con la maquinilla de afeitar por delante, por
detrás, por arriba y por abajo, con la misma naturalidad que si estuviéramos
charlando en la barra del Deportivo con una cervecita por delante. Acto
seguido, una enfermera me cogió en el brazo, con delicadeza y sin dolor, la vía
venosa de marras. Y dejaron entrar a mi santa. Entre su presencia, lenitiva y
tierna, y los 3 goteros que me endilgaron, esta vez no me quedé traspuesto, me
quedé frito como un leño.
Me despertó la voz tronante de un
celador preguntando: “¿Quién es Jaime?”. Estuve a punto de responderle: “Eso
quisiera saber yo”, que era lo que el cuerpo me pedía, pero fui disciplinado y me
limité a levantar la mano. Mientras él cogía mi cama para el traslado, me despedí
de mi santa parafraseando la súplica pronunciada por mi
amigo Alejandro Pachón, hace demasiados años y en similares circunstancias, que sigue viva en nuestro
acervo común: “Cuida de nuestros hijos, Nini”, le dije con un hilo de voz. Y
sin solución de continuidad, el celador cogió ímpetu y nos llevó a mi cama y a
mí por aquellos pasillos con una pericia y una velocidad que ni Fangio en su
apogeo. Viendo pasar luces por encima de mí, me pareció estar montado en algún
cacharrito de las ferias de mi niñez. Tan es así, que, presa de mi ensueño, a
punto estuve de pedirle que me diera otra vueltita. Y al fin entré en quirófano,
imbuido aún de efectos vertiginosos. Quienes allí estaban (cirujano,
anestesista, ayudantes...) me saludaron, me preguntaron, me distrajeron
mientras, tras ponerme en posición de Cristo crucificado, colocaban en mi nariz
las olivas del oxígeno y me chutaban la sedación. Algún pinchazo de la
anestesia local noté pero, a partir de un cierto momento, apenas nada. Les oía
hablar, sabía que me estaban enredando por ahí abajo, notaba movimientos de tripas,
algún dolor momentáneo, pero ninguna sensación de angustia, ningún tipo de
aprensión. Sentía que mi cuerpo no era mío. Un soy sin ser apacible, casi gozoso.
En esa ausencia de mí, me preguntaban y yo quizá respondí, o acaso lo hizo un
Jaime extrañado del Jaime que revoloteaba aturdido entre los focos del techo, como
luciérnaga incierta. Al cabo de ¿45 minutos?, de vuelta a boxes. Con Fangio y
con el colocón. Recuperación del chute, paseos vacilantes, meada, instrucciones
a seguir y a las cinco y media de la tarde, en casa otra vez. Vaya... como
experiencia medianamente astral me sobra y me basta. No necesito más, porque,
como dice el proverbio, “hasta con requesones puede ahogarse a un convidado”.
El lunes pasado me quitaron los
puntos. Y ahí sí que vi la mayoría de las estrellas de la Vía Láctea con lluvia
de Perseidas incluida. A pesar de mi ignorancia en estas cuestiones, me lo
maliciaba apreciando a diario en el espejo la evolución de la sajadura. Me temo
que quienquiera que suturara la mayor parte de la misma en vez de un cosido lo que hizo fue
una labor de primoroso bordado de bigudí en cadeneta y dobladillo de realce, "ribeteado con un hilo color esperma de palomo" tan fino y tan apretado que al tiempo que la herida iba cicatrizando enterraba los puntos bajo la carne. De modo que, para quitarlos, fue necesario
tirar de los minúsculos trozos de hebra (‘gañotes’) que asomaban para que
aflorara el nudo y poder cortar. La
enfermera de mi Centro de Salud, María Jesús, sufría a mi compás, desesperada
e impotente. Bueno está, ya pasó. Que todo sea eso.
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