Con 64 años a mis espaldas y casi
38 de vida laboral, jamás, hasta el pasado día 17, he estado de baja médica y,
mucho menos, he sufrido tipo alguno de intervención quirúrgica. Tan es así que
desconocía los trámites que debía seguir, (dónde, cómo, cuándo y quién), para
poder presentar dicha baja médica en la UEx, mi centro de trabajo. Al mismo
tiempo, a pesar de que una hernia inguinal es asunto, digamos, menor, el
canguelo que me bullía por dentro desde que supe que el paso por quirófano era inevitable,
iba, a medida que se acercaba el día de la cita, ocupando más y mayor presencia
en mi estado de ánimo. Sí, yo sabía que era una operación sencilla que en un
elevadísimo tanto por ciento de ocasiones no tiene ningún tipo de complicación,
y que todo el mundo (y esto lo he descubierto en estos días), si no en primera
persona, que también, tiene al menos un
primo, un hermano, un cuñado o un conocido que ha pasado por el trance sin
problemas. Pero no dejaba de ser una operación, mire usted. Y para mí, preoperado
novato entrado en años, con ramalazos hipocondríacos, al que el sentido trágico
de la vida es quien le dicta, con más frecuencia de la deseada, barruntos y
desenlaces aciagos, todo lo que se salga de la visita anual a mi médica de
cabecera ya es motivo de preocupación. A mayor abundamiento si hablamos de anestesias
y bisturíes, que son palabras mayores. Y si yendo con la idea de una laparoscopia,
salgo con una papela en la que se me anuncia que la cosa va de cirugía abierta,
pues apaga y vámonos que la luz está muy cara y voy que me cago vivo.
Por más que intenté luchar contra
lo indefectible, inmerso en la quimera absurda de retrasar el despiadado paso
de las horas, en un leve aleteo llegó el día D. Y para cumplir, -quizá
demasiado al pie de la letra por aquello de la bisoñez-, las instrucciones expresas
en un cuadernillo didáctico que me habían entregado en la Unidad de Cirugía
Mayor Ambulatoria, C.M.A., del Hospital Perpetuo Socorro, en el que se nos
recomendaba a los elegidos que nos presentáramos con ropa cómoda tipo chándal, enfundado
en uno azul comprado ex profeso para ocasión tan trascendente, con el que me
sentía, y me siento, tan a disgusto como debe de estarlo Rita Maestre con hábito de teresiana, nos dirigimos, mi santa y yo,
al encuentro con mi destino. Ella, pobre mía, ejerciendo de conductora y
paciente compañera, y yo, de paciente sin más. La hora H era las once y media
de la mañana, y a pesar de que salimos de casa con antelación más que
suficiente, a causa, mayormente, de la dificultad para aparcar en los aledaños
y no tan aledaños del hospital, llegamos con el tiempo justo. Porque, a pesar
de que las salas de espera estaban llenas de pacientes y acompañantes, (a
propósito, ¿cuándo puñetas haremos caso a la recomendación de un acompañante
por enfermo?), apenas cinco minutos después de la hora fijada me llamaron a
capítulo. Traspasada la doble puerta bamboleante que daba paso, para mí, a un
cambio radical de estatus, una enfermera me dirigió a un vestuario provisto de
taquillas en las que debía dejar la ropa de calle, incluidos calcetines y ropa
interior, y sustituirla, excepto el calzado, por el uniforme de faena que sería
mi indumentaria hasta que regresara a la vida civil: pijama de corte clásico
color verde hospital, junto con cofia plástica y cubre-zapatos a juego. En ese
momento, de haber sucumbido a un impulso irracional que me sobrevino de
improviso, como un relámpago, habría echado a correr despavorido y ni el
correcaminos hubiera podido alcanzarme. Pero no lo hice. Y debo confesar que me
comporté con dignidad más por miedo al ridículo y al brete en que metía a mi
santa que por espanto al lance que me esperaba, que sentía insuperable.
Una vez revestido del ropaje
ceremonial, la misma enfermera, amable, me dirigió a otra sala que ya no era
tan aséptica como la anterior, si se me permite la metáfora chusca. Porque así
como el vestuario podría confundirse con el de un gimnasio, algo cutre si se
quiere, la nueva estancia no dejaba lugar a dudas: Cinco camas hospitalarias alineadas,
con soporte para goteros, dos de ellas ya ocupadas por ‘doentes’. Me asignó la
segunda por la izquierda, y en ella me acosté, rendido a mi suerte. Tras
contestar a varias preguntas para confirmar mi identidad, los motivos de mi
ingreso, mis posibles alergias y mi currículo médico-medicamentoso, asumida la
imposibilidad de escape, hice de la necesidad virtud camastrona y, con los ojos
fijos en el techo, solo, aburrido, me quedé ligeramente traspuesto...
(Continuará...)
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