La democracia es lo que tiene. La
gente, no esta gente, ni mi/su gente, sino toda la gente que puede y quiere
votar, vota, y el resultado de su votación va a misa, o sea, al parlamento, al
ayuntamiento, a la comunidad de vecinos o
a la presidencia de los Estados Unidos. Y en ese sencillo mecanismo es donde
radica su grandeza. Solo basta con sumar, aplicar el sistema de recuento (D’Hondt,
votos electorales, segunda vuelta, directo...) que cada Estado o comunidad tiene establecido,
obtener los resultados y a quien las urnas se lo dé, la democracia se lo
bendiga. El inconveniente que el engranaje tiene, y que también forma parte de
su grandeza y de su enseñanza, es que siempre hay quien gana y siempre hay
quien pierde. Y ahí es donde la puerca tuerce el rabo, y donde salen a relucir
los talantes de aquellos que aceptan la democracia solo mientras los resultados
de su ejercicio vayan acordes con sus deseos.
Donald Trump, al que algún que otro avispado analista político de
por aquí parece conocer desde su más tierna infancia, era un absoluto
desconocido para mí hasta que se presentó como candidato por el Partido
Republicano a la presidencia de los EE.UU., y fue elegido, no sin polémica, por
sus correligionarios. Ya en ese accidentado camino hacia la nominación dio
sobradas muestras de un talante energúmeno y paranoide, que corrigió y aumentó
a lo largo de la campaña electoral que lo ha llevado a la Casa Blanca. Narcisista
y megalómano, no ha tenido empacho alguno en alardear, con histrionismo mussoliniano,
de una ideología retrógrada y cafre que ha espantado a todos. A todos excepto a
sus votantes, a los que ha sabido movilizar apelando a aquello que ellos
querían oír. Esa, y no otra, es la estrategia populista, como hemos podido
comprobar también aquí, en España, afortunadamente con resultados menos
contundentes. Con una retahíla de promesas etéreas difícilmente realizables,
renovando la doctrina Monroe de
“América para los americanos” pero más cargada de bombo xenófobo y racista, se
ha llevado el gato al agua, a pesar del inconveniente añadido de tener en
contra a muy significados políticos republicanos, y del posible lastre que
podían acarrearle sus tics machistas y su imagen de hortera de figurín. Habrá
que deducir, por tanto, que ha sido mejor candidato que su adversaria, Hillary Clinton, esta copia yanqui de Cospedal, envarada, poco convincente,
con
el carisma de una alcachofa, la cintura política de un poste de teléfonos y,
para completar el cuadro, el estigma de la corrupción revoloteando por encima
de su cardado Elnett Satin. Aunque dicen que “antes de que el diablo sepa que
has muerto, tendrás tiempo para arrepentirte”, al Partido Demócrata no le ha
quedado ni ese consuelo porque, para cuando quiso hacerlo, el diablo ya estaba
bailando sobre al cadáver político de su candidata. En fin, mi convicción es
que Trump no ha ganado las elecciones, las ha perdido Clinton, que dando igual,
no es lo mismo.
Como no todo iban a ser
calamidades, el resultado inesperado de esta elección me ha servido para
calibrar, de nuevo, la solidez impostada del talante democrático que la
progresía patria o agregada exhibe; y para disfrutar viendo cómo estos
demócratas de baratillo rabian cuando el ejercicio de la libertad a la que
tanto recurren en sus discursos, cada vez que les resulta esquivo en su
desenlace, es, para ellos, producto del analfabetismo y la incultura de los
votantes que lo posibilitan. Votantes que no son incultos porque lo sean de por
sí, que vaya usted a saber, sino porque lo que votaron no es lo que deberían
haber votado según su criterio reveladoramente inapelable. Un podemita gallego y
mareado, a raíz de la mayoría absoluta de Feijóo
en las autonómicas gallegas, tachó a su paisanaje de “alienado e ignorante”. Y,
ahora, un abogado perejil de muchos caldos, repartiendo hisopazos de
superioridad académica, tacha a los votantes de Trump de “analfabetos
políticos”. Uno y otro, eso, un par de zopencos dignos de formar parte de la
misma yunta fascistoide.
Y como en todos lados cuecen habas,
los estudios demoscópicos han vuelto a fallar, según suele ser habitual. Aunque,
en esta ocasión, creo que su mayor error ha sido no contar con la maligna confluencia
funesta de dos ‘jettatores’ de considerable peso que, allá donde ponen el ojo,
ponen el descalabro. La conjunción diabólica de Pedro Sánchez en el lugar del óbito y de Miquel Iceta en Cataluña, gritando, versionado en inglés, su
‘líbranos por Dios’ histérico y alocado, hacía humana y divinamente imposible
que Clinton se librara de la derrota. Porque ya me dirán quién es el guapo, o
la guapa, que se libra de tremendo maleficio.
1 comentario:
Tan certero como de costumbre. Tan claro como siempre. Tan divertido como a diario.
Es un lujo poder leer este blog.
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