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(Fuente: abc.es) |
El terrorismo, abominable desde
cualquier punto de vista que se mire, además de su potencial para provocar
víctimas directas, la mayoría de las veces indiscriminadas e inocentes, tiene
consecuencias añadidas a cuál más perversa y peligrosa. No sé si será la más
funesta pero, al menos, la que a mí me produce más inquietud es la capacidad
que comporta de generar odio, el mismo que sustenta su razón de ser y que, con
diabólica reciprocidad, emprende un camino de ida y vuelta fatal. Esa inquietud
llega a ser espanto cuando constato, día tras día, que ese camino de vuelta se
prostituye y se ramifica alcanzando por extensión a inocentes a los que, de
manera injusta, enfermiza o interesada, siempre irracional, se les iguala con
el asesino hasta convertirlos de este modo también en víctimas, igual de
inocentes, igual de indiscriminadas, de un linchamiento vesánico. Y esta
identificación absurda, a veces expresada con obsesión paranoica, para que los
asimilados pasen a ser considerados sospechosos o, lo que es peor, conniventes
con la barbarie, se sustenta en argumentos tan disparatados y endebles como que
tengan la misma nacionalidad, la misma raza o, en un binomio reaccionario
mayoritariamente enarbolado por voceros energúmenos, la misma condición de
refugiado y musulmán. Una aberración ideológica, cóctel maquiavélico y
cochambroso de xenofobia, racismo, demagogia e intransigencia religiosa. Los
ingredientes cambian, pero el engranaje voluntarista es igual de avieso en su
necedad que aquel que lleva a equiparar vascos con etarras, catalanes con
separatistas o políticos con corrupción, por poner tres ejemplos tópicos y
cercanos.
Consideraciones éticas aparte, que
ya bastarían para descalificar estas posturas ultras y maximalistas, las cifras
tampoco corroboran el mecanicismo simplón de su lógica. Según la última
estadística que he podido encontrar, de los 15.181 atentados de corte islamista
llevados a cabo en el periodo 2000-2014, casi el 90% se produjeron en países de
mayoría musulmana, causando en ellos 63.000 muertes de un total de 72.000, es
decir, el 87,50%. De los 9.000
restantes, los países con mayoría cristiana más perjudicados fueron Filipinas y
Kenia, con 974 acciones criminales que dejaron más de 1.800 muertos, penoso rango
solo superado por EE.UU. en el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York, en
donde 2.996 personas fueron asesinadas. En Europa Occidental, y durante
esos mismos 15 años, los atentados terroristas de corte islamista fueron
22, el 0,14% de los 15.181 totales, con 248 muertos, el 0,34%. Habría que ver,
a su vez, cuántos de estos 22 fueron llevados a cabo por refugiados y no por
nativos hijos de emigrantes o por terroristas venidos ex profeso. Un muerto
siempre es un muerto digno de ser llorado. Y si muere por causa de la
intransigencia, o del hecho de ser o pensar diferente, o de tener creencias
distintas a las de su asesino, con más razón. Pero 63.000 muertos son más,
abrumadoramente más que 248. De manera
que todo este vocerío ramplón, estos anatemas escupidos contra refugiados que,
en buena medida, vienen huyendo de aquello de lo que se les acusa, tampoco
tienen cifras reales en las que apoyarse, y solo son producto de la miseria
moral y del egoísmo de quienes los profieren. Si para muestra vale un botón, el
historial del responsable del atentado de Berlín, cuyas peripecias por Europa
nos dan cuenta, por otra parte, de los fallos de seguridad de los que adolecen
los servicios antiterroristas europeos, viene a corroborar lo dicho. Ni
refugiado ni nada que se le pareciera. Solo un delincuente que viajó desde
Túnez, sin estatuto de refugiado, reconvertido en islamista en la cárcel
italiana donde estuvo recluido por delitos comunes y con una orden de expulsión
que logró esquivar.
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(Fuente: El Mundo) |
Me entero, en el momento de
escribir este artículo, que el tipo ha sido abatido por policías italianos tras
disparar contra ellos en un control rutinario en las afueras de Milán. No me
apena su muerte, sobre todo porque él habrá sido feliz inmolándose por su
doctrina. Lo que sí me produce desazón y tristeza es comprobar la fragilidad
que tiene el aura que rodea a este continente en el que vivimos, entronizado
como génesis de toda la civilización occidental y de todos los valores de
libertad, democracia y fraternidad de los que alardea. Aparentemente asentado
en una historia y una tradición humanistas, esos valores se van difuminando más
y más para aproximarse trágicamente a la cerrazón ideológica islamista que dice
despreciar. Cada día más cerca de la barbarie del Antiguo Testamento y de un
dios inflexible, vengativo y cruel. Pero ya se sabe, las religiones siempre
cuentan con recursos para justificar las acciones más abominables. Y si no,
guardan en la recámara el consuelo del paraíso, bien sea con huríes o con
criaturas celestiales. Pues por mi parte, de amén, nada de nada.
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