Debo confesar, sin ánimo alguno de
contrición ni de penitenciar por ello, que yo he tenido la gran fortuna de
vivir una infancia feliz, la inmensa dicha de haber nacido en una familia de
diez hermanos, 6 varones y 4 hembras, en la que se respiraba un aire limpio y
sensible. Y, además, la suerte añadida de ser, junto a mi melliza Ángela, -ya ausencia irremediable-, el
menor de todos. Esta lotería afortunada me proporcionó la bicoca de prolongar
mi infancia sin preocuparme más que de disfrutarla, me ofreció el regalo
extraordinario de poder ser niño durante más tiempo del que marcan los cánones.
Crecí, -despacito-, en un hogar en el que los libros y la música eran tan de
diario como las galletas María y la sopa de arroz, y en donde los ocho hermanos
que me precedían chinchaban de los lindo, sí, pero también cantaban, escuchaban
música y vivían mundos de fantasía de los que yo participaba porque me dejaban
entrar en ellos, y en los que me refugiaba de esa tristeza absurda e
inexplicable que aquella felicidad me proporcionaba. Por el pasillo eterno de
aquella casa mía, el Capitán Trueno,
Roberto Alcázar, Pedrín, Tintín, Milú, andaban de
la mano, en un maremágnum gratificante y
delicioso, con los héroes de Salgari, Peter Pan, Tarzán, Guillermo el travieso, don Mendo, Antoñito el Camborio, los sonetos de Gerardo Diego, la lírica del paisaje y del hombre de AtahualpaYupanqui … y tantos
otros
sueños y descubrimientos más. Y, siempre, la dulce imagen de mi madre al
contraluz del cierre y de la tarde, sentada en su sillón con las piernas
cruzadas, aquel pañuelito blanco y un libro entre las manos mientras yo, ojos
de niño esponja, la miraba embelesado pasar páginas silencio tras silencio.
Ella ya no está. Ni tampoco está aquella casa mía. Sin embargo, la nitidez con
que la edad va iluminando de nostalgia los viejos recuerdos, me lleva de nuevo
allí. Y vuelvo a ser, junto a mi corazón, niño con ella.
Parafraseando a Manuel Pecellín, diré que en mi casa
los libros eran libres. Se repartían por armarios empotrados, muebles y
estanterías, esperándonos. Me imagino que mis padres confiaban en que la edad
de cada uno actuaría como dique o cauce natural a la hora de que, cada cual,
leyera el que mejor le pareciera, porque no recuerdo prohibiciones o vetos
expresos por su parte. En una de esas cayó en mis manos un libro de Los Cinco, de Enid Blyton, que me encantó. Y algo cambió en mi interior. Porque
ya no podía esperar al 6 de enero o al día de mi santo para leer el siguiente.
Y así, haciendo equilibrios con la paga semanal, ahorré lo suficiente para
comprar el siguiente. Y ese fue el punto de inflexión, el despertar de un ansia
que, lejos de saciarse con esa primera compra, iba retroalimentándose y
haciéndose insaciable. Porque la satisfacción de la compra, el gozo en el
sacrificio hecho para llegar a casa con un libro nuevo, el disfrute de separar
las hojas, que en muchos de ellos venían unidas, de oír el sonido que producía
rasgar el papel y raspar los bordes cortados para igualarlos y embriagarte con
ese olor delicioso que desprenden los libros nuevos, a mí me creó una adicción
de la que adolezco hasta el día de la fecha. A partir de ahí, el libro pasó de
ser solo un vehículo a ser también un fin. Ya no bastaba con leer, era
necesario también tener. Porque cuando te acercas a un libro recién comprado
vuelves a sentir una ilusión que se renueva como si cada vez fuera la primera.
1 comentario:
Bello y evocador su texto, Sr. Álvarez Buiza.
Yo también tengo esos recuerdos de larguísimas tardes de verano sin dormir, tirado en el pasillo, leyendo tebeos, en silencio.
Y oh sorpresa, mi primer libro "de verdad-sin dibujitos" también fue uno de Los Cinco.
También ahí quedé atrapado. Hasta hoy. Y para siempre.
Un saludo.
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