En mis años premozos, allá por el
Pleistoceno, existía en Badajoz un cine situado en la calle de los Regulares
Marroquíes, ahora Chapín, que se llamaba Cinema España, al que todos nombrábamos por su antiguo nombre, “Royalti”,
así, con i latina. Con dinero ahorrado de la paga semanal, u otro obtenido por
métodos no tan abyectos ni sofisticados como los utilizados por algunos de
nuestros políticos pero, en cualquier caso, agenciado de una forma menos que
académica, ya fuera con engaños o zalamerías, o con acciones directas contra
monederos desamparados, cada vez que podía, provisto del valor y las pesetas
suficientes, me dirigía, furtivo, excitado y presa de un remordimiento
irremediable, a disfrutar de sus programas dobles. Y a pesar de que en cada
escapada me la jugaba en dos frentes, en casa y en el instituto, la tentación
era superior a mis fuerzas y a mis propósitos de la enmienda, y así caía y
volvía a caer en el embrujo de su magia. Normalmente me encajaba en el
gallinero, atalaya privilegiada que, dominando el patio de butacas, me permitía
detectar la presencia de algún conocido de la familia del que tuviera que
esconderme y que, además, me brindaba el aliciente añadido de, en caso de que
la película no me gustase, poder matar
el aburrimiento acribillando a los espectadores de abajo con garbanzos,
castañas pilongas o vagos de arroz crudo lanzados con un bolígrafo Bic hueco, utilizado a manera de cerbatana, faena que, por otra parte, me costaba en
ocasiones una precipitada salida del local. En fin, una de esas tardes
pecadoras, disfrutando de un programa doble compensado, Botón de Ancla, con
el Dúo Dinámico, y Billy el Niño, con Robert Taylor -¡oh, sorpresa!-,
descubrí agazapada tras el respaldo de su butaca a mi hermana Cristina, por
aquella época locamente enamorada del actor americano. Estuve por hacerme el
longuis, pero al final me senté junto a ella y parece que el hecho de compartir
el sentimiento de culpa, de saber que no era el único infractor, algo me
alivió.
Ya mocito, con 16 años y DNI recién
estrenado, dado que la paga semanal era más sustanciosa y, por tanto, sin
necesidad de echar mano de recursos poco ortodoxos para mis incursiones
cinéfilas, descubrí una veta en el gallinero del López de Ayala. A él no se accedía por la
puerta principal, sino por una lateral pegada a unos futbolines. El portero, un
hombre mayor y seguramente harto de aguantar mozalbetes pasados de listo, solía
hacer la vista gorda en cuanto a la clasificación moral de las películas y la
edad de los que íbamos a verlas. O, al menos, conmigo la hizo, porque la
primera vez que intenté ver una estigmatizada con “3R, mayores con reparos”, me
pidió el carnet. Yo había hecho una burda manipulación del mismo poniendo, con
tinta negra, un cero sobre el dos de mi año de nacimiento, 1952. El rabo del 2
sobresalía por debajo del cero fraudulento y no tuve mejor ocurrencia, para
corregir la chapuza, que taparlo con una estampita de la Virgen del Carmen que
no sé de donde salió. Cuando se lo enseñé, se me quedó mirando con una media sonrisa,
me dijo un “anda, pasa” entre burlón y condescendiente y, al darle la espalda,
me arreó un pescozón que aún me pica, haciéndome saber, de manera contundente,
quién mandaba allí y que de dárselas con queso, nada de nada. A partir de ese momento, tal vez porque me
crecí en el castigo y no desistí en mi empeño, se entabló una relación de
complicidad entre los dos y la mayoría de las veces me franqueaba la entrada
con la única advertencia de que saliera antes de encenderse las luces. Aunque
había días que, no sé por qué, se mostraba inflexible y no había manera. Para
evitar que malgastara el precio de la entrada tuvo la delicadeza, eso sí, de
indicarme que pasara por delante de él antes de comprarla. Si tenía vía libre,
silencio. Si no, siempre me decía en un murmullo la misma frase mientras se
daba la vuelta: “Hoy, nanay”. Y hasta la próxima.
En fin, cuando empecé este artículo mi idea era comentar el disgusto pillado por Pablo Iglesias y su
grey podemita a cuento de su ubicación en el Congreso de los Diputados,
emberrenchinados por tener que sentarse en “el gallinero”. Pero a la hora de
escribirlo el asunto se me ha ido de las manos, los recuerdos han llegado en
tromba, imparables, y me han llevado, como ellos querían, a sentir de nuevo el
hechizo de aquellos momentos transgresores y mágicos. Debe de ser cosa de la
edad. O, acaso, un subterfugio inconsciente para huir del hartazgo.
1 comentario:
Joooder! Jaime, retazos de ese relato de tu infancia es calcado a vivencias similares propias de la mía...
"Sentir el hechizo de aquéllos momentos mágicos" son cosa de la edad - como dices- pero que sólo el tiempo da la solera y el poso necesario para expresarlo con esa belleza.
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