Tendré que decir de entrada que soy agnóstico y que todo ese barullo de patronas, patrones, vírgenes y mártires, procesiones y lágrimas ante imágenes engalanadas me importan menos que nada. Incluso, en ocasiones, cuando la devoción de ciertos creyentes se exacerba hasta los límites del esperpento y la fe católica se exterioriza en espectáculos inquietantes de niños y bebés aterrados llevados en volandas hasta la imagen bamboleante de una virgen blanca, o en escenas de latigazos masoquistas por las calles de los pueblos, llego a pensar, no sin ciertas dosis de inquietud, si la intransigencia religiosa, la histeria iluminada y el fanatismo místico no estarán más arraigados de lo deseable en determinados estratos de nuestra sociedad; o si la Edad Oscura no andará emboscada y viva entre nosotros tras una pátina de folclore verbenero y tradiciones aparentemente fervorosas. Porque nunca entendí, ni siquiera en aquella infancia mía de maristas y jesuitas, todo ese sortilegio críptico y retorcido de la fe católica, que es la que me tocaba: la transustanciación, el credo, el fuego eterno de los infiernos, el purgatorio, el Juicio Universal, la vida perdurable, transitaban por un mundo ajeno y enfrentado al que yo sentía y vivía. Y para qué hablar de la resurrección de la carne, que tiene mandanga. Aún menos la aberración de que un tal Abraham, de pelo y luengas barbas canas, pudiera apuñalar a su hijo Isaac para calmar la ira de un dios a todas luces desquiciado y cruel. Ese mismo dios que, después de arrasar con su fuego apocalíptico y despiadado Sodoma y Gomorra, transformó en estatua de sal a una mujer curiosa con cuyo fisgoneo yo me identificaba; mandó un diluvio universal que ríete tú del cambio climático y que, para colmo de otras tantas atrocidades que omito, mató al primogénito de Yul Brinner en Los diez mandamientos, algo que no tiene perdón de él mismo.
Tampoco cabía en mi cabeza, todavía
medianamente lúcida, esa creencia en un alguien o algo intangible y etéreo que tuviera
la capacidad de ver mi presente, mi pasado, mi futuro y hasta mis más ocultos
pensamientos; de vigilar mis pasos tratando de encauzarlos, cualquiera fuesen
sus enigmáticos designios; y al que tenía que dar gracias constantemente por
vivir, comer a diario, no romperme una pierna, ser medianamente feliz, gustarme
el cine o haber nacido en el seno de una familia insustituible. Bastante tenía
yo, en aquellos entonces, con intentar no defraudar a mis padres ni darles más
disgustos de los necesarios, ir aprobando el bachillerato y jugar mejor al
pimpón, como para estar pendiente de un ente de ficción omnisciente, incomprensible
y absurdo que no había por dónde cogerlo.
No obstante, mi agnosticismo, por
definición de lo que es, (ese vivir en una duda abierta que aleja de cualquier
tipo de certeza y, por tanto, de dogmas), transita por la senda calmada que le
corresponde, muy alejada de ese ateísmo folclórico y desorbitado del que
alardean quienes pretenden ganar votos o notoriedad explicitándolo de manera
torpe y grosera, ya sea con tetas de por medio o con cagadas infantiloides. Es
más, cuando viajo y visito pueblos de acá o allá, siempre entro en sus
iglesias. Me queda de mi infancia ese regusto dulce del recuerdo de un eco
repetido entre sus muros, de un indeciso rutilar de velas o del olor de una
cera que, ardiente, se derramaba amparando pecados que no eran. Y de la soledad
de cada cual consigo.
(Fuente: Junta de Extremadura) |
En fin, teniendo en cuenta todo lo
anterior, me ha resultado más que chocante el viaje público pagado con fondos
públicos que el presidente Vara,
cual nuevo fray Papilla, ha hecho
hasta Roma para ver al papa Francisco
y conseguir de él que la virgen de Guadalupe dependa de alguna diócesis
extremeña. “Yo entiendo que es una anomalía que un territorio, en este caso una
región administrativa, tenga una patrona que dependa de un territorio diferente
al suyo, en este caso el de Toledo", declaró mientras tomaba el rábano por
las hojas. Creo que el intento de justificación del desatino no puede ser más atolondrado.
O seré yo más torpe que él. Porque yo no entiendo qué tiene que ver una “región
administrativa” con una “región eclesiástica”. Ni qué hace el presidente de una
“región administrativa”, al tiempo que enarbola el presunto anhelo de la
“sociedad civil”, metiéndose a organizar la distribución eclesiástica de la
misma si no es confundir el culo con las témporas y mezclar churras con
merinas. Y porque yo entiendo que quienes tendrán que dirimir asunto tan
transcendental para la buena marcha de la región, que tiene guasa la cosa,
deberán ser los obispos implicados en el tema y no un fraile lego metido a
redentor. Y allá ellos que se reúnan con el papa, con el nuncio... o con dios
bendito, que igual lo tienen más a mano, primo.
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