Y a ver, que me pierdo. Decía que
me despedí el 30 de junio pasado pensando, con buena voluntad, que con la
idiotez de las manos dicharacheras se acabaría el asombro institucional hasta
el día de hoy. No porque albergara confianza alguna en la capacidad de
regeneración neuronal del inquilino monclovita y de su copetudo asesor, sino
por aquello de la relajación canicular y la laxitud veraniega, que aflojan los
cuerpos, relajan los esfínteres y no invitan a la actividad. Reconozco mi torpeza al no contar con que si
alguien se empeña en pegarse barrigazos en los charcos y jodernos el relajo
vacacional con idioteces, ya sea ese alguien el presidente del Gobierno de
España o un insensato amigo corredor de campo a través, (valga esta variedad de
la muestra solo por mantener la pertinente neutralidad unívoca), acabará, como
un idiota, hocicando en el barro para amargarnos la vida. Y esa parece que haya
sido la dedicación de Pedro Sánchez y su gobierno durante estos dos meses que
yo aventuraba plácidos y relajados. Dar la tabarra. Y equivocarse. Y rectificar
para, acto seguido, despanzurrarse sobre otro error de igual o mayor categoría.
Porque su actuación en este periodo estival ha sido, mayormente, un continuo
desdecirse sin solución de continuidad y, lo que es peor, sin ningún atisbo de
propósito de la enmienda. Diría que, antes al contrario, el tal, con una
frivolidad asombrosa y una soltura posiblemente fruto de su inconsistencia
política, en cada nuevo renuncio, daba la impresión de que se regodeaba en su
fracaso al tiempo que trataba de justificarlo cayendo en otro mayor. Y
mientras, yo, sin tiempo suficiente para recuperarme de un asombro a otro, pues
lo que digo, con mi sosiego destartalado, los ojos haciéndome chiribitas
culebreras y la presencia de ánimo bajo mínimos. Jamás se lo perdonaré. Creí
que con Zapatero, aquel suricato
esdrújulo que, al menos, accedió a la gloria monclovita en buena lid
democrática, España había llegado al límite de estar gobernada por elementos
circunstanciales, por principiantes en prácticas. Sin duda, me equivoqué. Y,
así, este verano he comprobado en carne viva que por muy mal que se presente
cualquier situación, siempre puede ir a peor.
En fin, para no recurrir a fuentes
ajenas, reproduzco, no sin rubor y con algún matiz, una ¿reflexión? que
publiqué en las redes el pasado 3 de agosto que me sirve, además de para
resumir mis temores, para salvar mi falta de aggiornamento como articulista posvacacional y, sobre todo, para
constatar la galopante insensatez de nuestro bisoño presidente. Decía: “Acabo
de oír a Pedro Sánchez, (que, ¡ostras, Pedrín!,
físicamente cada vez me recuerda más a Roberto
Alcázar), repetir machaconamente que su llegada a la presidencia del
Gobierno ha supuesto un ‘cambio de época’ para el país, o sea, para España. Teniendo
en cuenta que, según el DRAE, época es ‘fecha de un suceso desde el cual se
empiezan a contar los años’, o, ‘periodo de tiempo que se distingue por los
hechos históricos en él acaecidos y por sus formas de vida’, creo que el
muñidor encopetado del gabinete monclovita ha llevado su ampulosidad
ditirámbica y sus afanes hiperbólicos a extremos absolutamente grotescos. Visto
lo visto y oído lo oído llego a pensar si Pedro Sánchez, protagonista sumiso y complacido
de semejante delirio conceptual, no querrá desalojar al dictador de su sepulcro
con la oculta y disparatada intención de que esté desocupado cuando, a él, le
llegue el turno de entregar la época ‘sanchista’ a los agradecidos brazos de la
historia. Metafóricamente hablando, digo. O quizá no.” Pues eso.
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