No recuerdo en qué año, ni bajo qué
lema o excusa, ni a santo de qué santo, Tomás Chiscano me invitó a Don Benito a
un encuentro de poetas. Lo que sí recuerdo con total nitidez es verme
encaramado al escenario del teatro dombenitense, en una tarde en que yo no
estaba para mucha lírica porque atravesaba una “crisis creativa” que no acababa
de romper y la poesía iba por derroteros muy ajenos a los que yo sentía. Muy
poco convencido, había elegido cinco o seis poemas inéditos que, sin parecerme
indignos, no me satisfacían de ninguna de las maneras. Mientras esperaba mi
turno de intervención, inseguro e incómodo, releyendo unos folios que me
quemaban en las manos, pasó por mi cabeza, con machacona insistencia, la idea
de, llegado el momento, realizar confesión pública de mis dudas, pedir perdón
por mis neuras y, acto seguido, hacer
mutis por el foro, coger el coche y salir pitando con mi santa camino de
Badajoz en busca del refugio del hogar.
El borde del escenario estaba poblado de una
serie de focos de colores variados, incluso dispares, que nos enfocaban
directamente. Y yo, imbuido como estaba por el desasosiego de una huida cada
vez más decidida, al tiempo que acorralado por la zozobra de la defección y la
angustia de defraudar a mi anfitrión, fui presa del embrujo turbador de esa luz
cegadora que, sin duda, trastabilló mi mermado oremus. ¿Cómo no aprovechar esa
claridad polícroma para explosionar y liberarme de tanta congoja?, pensé de
forma menos repipi que como ahora la escribo. A mayor abundamiento, ¿qué otra ocasión
iba a presentárseme en la vida para sacar de mi pecho una espina ya enquistada
pero aún hiriente? Porque en lo alto de aquel escenario, ante un público
receptivo y amable, vi que era una oportunidad que ni pintiparada para dar
rienda suelta al sueño larvado de una quimera que, además, me serviría para
salir del aprieto emocional en el que me encontraba. Y así fue que, llegado mi
momento, me acerqué al micrófono y, después de mal leer un par de poemas que me
escocían como una quemadura intravenosa, tras breve explicación de mis cuitas
al respetable, tiré por la calle del medio y me arranqué cantando el “¡Ay pena, penita, pena!”. Y lo hice con todo el sentimiento que las circunstancias me
imponían. Gesticulando, como tiene que ser. Mientras lo hacía, oí a mis
espaldas la risotada desbordada y amplia de Santiago Castelo, y ahí supe que
una huida que podría haber acabado de manera trágica se había transformado en
camino de salvación. No diré que vítores, pero aplausos sí que hubo. Cuando, al
bajar de la palestra, se me acercó un parroquiano y me dijo que cantaba mejor
que recitaba, yo, a pesar de estar seguro de que había leído mis poemas sin
interés y sin ninguna convicción, es decir, muy malamente, recibí esa obviedad
con un agradecimiento y una satisfacción que aún me duran. En fin, una mala
tarde la tiene cualquiera. Aunque, como en esta ocasión, acudieran en mi ayuda,
para salvarla, la generosidad risueña de un amigo inolvidable y la paciencia de
un público benévolo y misericordioso.
Y es que hay que ver el riesgo
soterrado que pueden esconder unos inocentes focos. Si te dejas seducir por su
erótica envolvente, tienes muchas posibilidades de llegar a ser esclavo de una adicción más
peligrosa que la provocada por la más peligrosa de las drogas. Y si los focos
van acompañados de cámaras, micrófonos y toda la parafernalia mediática, para
qué te cuento. Mismamente lo que le está pasando al líder de Podemos,
enganchado al chute televisivo con un ansia enfermiza y patética que deja a la
altura de unos pardillos a Franco y su No-Do. Y el caso es que, no hace mucho,
le oí en televisión quejarse de la pérdida de su anonimato y de la incomodidad
que eso le comportaba en su vida diaria, aunque asumía tan tremendo sacrificio
con la dignidad de quien lo sufre con la vista puesta en la sublime misión de
redimir al pueblo español de la tiranía de un capitalismo desalmado y perverso.
Pura filfa, postureo de lo más cutre porque, a los pocos días de su queja hizo
una gira por distintas cadenas soltando una nueva versión de su matraca, que
dudo mucho de si será la última, dada la facilidad que tiene este correlindes
de estudiado desaliño para cambiar sobre la marcha, con una falta de pudor y un
descaro que asustan, un discurso cada vez más cursi, más endeble, más hueco y
más impostado. Y sin posibilidad de echar mano de un “pena, penita, pena” que
lo salve. Lo peor será que, llegado el 20D, quienes no la tengamos seamos
nosotros.
5 comentarios:
Me sorprendes
Me sorprendes y me regocijo contigo
Buenísimo. Y que le den a señor podemos q seguro q no aprovechaba ni con esos focos que le faltan.
Efectivamente, pena pepita pena lo que leo.
Hombre, Gregorio González Perlado, ¿ahora te escondes "más y más y más" para compartir tus penas?
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