Llevo días viviendo arrebatos de una melancolía que me invade sin saber, sin venir a cuento de la vida. El asalto no respeta situaciones y es a veces tan incongruente, tan inesperado y aleatorio, que incluso me descoloca cuando ando embelesado disfrutando de la sonrisa tierna de mi nieta, o del amor callado de mi santa mientras ella, a mi lado, se acomoda en la tarde y yo la observo quedo, emboscado detrás de mi silencio como un furtivo cazador prendado de la presencia cierta de sus ojos. Conozco el panorama del asunto, que ya son muchos años de saberme (o tal vez de creer que me conozco) y, sin embargo, sigue desconcertándome esta brusca irrupción de un sentimiento amargamente dulce que no logro encauzar. Y en cada nuevo embate me desconcierta más porque me encuentra más desprevenido. Acaso sean los años que, pacientes, han abierto rendijas en mis sueños por las que se han colado otros espantos de un rendido ‘no sé’, de los que desconozco si sólo son producto de mí mismo y, por sentirlos míos sin ser consciente de ello, entorpecen mi alerta. O quizá sean ausencias que, sin saber siquiera si perviven o han muerto, eternamente duermen en el refugio absorto de mis ojos y a veces se despiertan y zarandean mis lágrimas para beber cariño y compañía, aunque éstas tengan el salobre sabor de mi tristeza.
En uno de estos raptos en los que mi silencio, sonoro y porfiado en su labor de zapa, destartaló mis ansias ayer apenas, por escapar airoso de su asedio canturreé hacia adentro una música triste, emocionante que, ya salvado el trance, no era capaz de identificar. Tenía que ser Chopin, pero ni puñetera idea de si era un nocturno, un preludio, o un estudio... Con el tarareo garganta adentro fui acotando al intruso acompañante y, en la luz de un chispazo, intuí que era un preludio. Y acerté. Y, al poco, lo encontré: Preludio nº 4 en mi menor, Op. 28. Llegar hasta Vainica doble y su canción El tigre del Guadarrama, fue coser y cantarla con un regodeo sádico. Una victoria pírrica porque intempestivamente, ajeno al calendario, vino abril y se coló en mi almario a suplicar su cuota ensimismada de emoción «como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada». Y me desvencijó el horizonte opaco de mis ansias. Y al cabo, a su capricho, como un niño travieso cansado de jugar con la nostalgia, se durmió entre los brazos de la tarde de siempre, madre sensible y calma de su sueño y mis penas.
Ya avisé, en más de una ocasión, que abril es mucho más que un mes. Que es una forma de sentir la vida, de amarla y ser consciente del milagro que amanecer supone, una emoción ubicua, una locura plácida. Y, también, qué demonios, un dolor inconsútil que descompone y reconstruye el alma, que te arrastra sin compasión ni duelo por el dolor más nítido para, después, llevarte hasta la cima de todo el imposible que creías. Los años me enseñaron a no enfrentarme a sus caprichos. Cuando amanece abril en mis adentros, aun en febrero o mayo (mayormente en noviembre) lo dejo que sea libre entre mis huesos, que recorra mis tripas, descanse en el trastorno de mis pérdidas, se aletargue en los flecos de mi melancolía y salga de viaje como vino, de improviso, de una manera bronca y repentina. Nunca me dice adiós. Si acaso, con retranca, un ‘hasta siempre’ para que no me olvide que vendrá cuando quiera.
Es un ciclo sin normas el que vivo con estas excursiones abrileñas. Y no me importa nada porque su entrometido asalto consigue, con frecuencia, dar sustancia y razón a mis asombros mientras les busco un hueco y consigo ubicarlos. Como si fuera fácil almacenar carencias, encuadernar los sueños, hacer un inventario de silencios. Se alía, al pronto, la tarde con la quietud que late en el aire angustiado de corazones lentos que se fueron y en el aire resuenan como tambores huérfanos mientras el mío, forzado espectador de la nostalgia, rodeado de añoranzas se acomoda a ese ritmo pausado, cadencioso, que acuna sus latidos en mi pecho. Ensimismado y dócil en el intento de mi retorno a ellos, distingo sus sonidos, sus risas, sus lamentos, identifico voces y, si me empeño un poco y aporto algunos gramos de locura, soy capaz de sentir en mis mejillas las tímidas caricias de sus manos. Pero ellos no lo saben. Nunca podrán saberlo. Y el preludio de marras, sin que Chopin se entere, ha cambiado de nombre en este hechizo que la tarde ha poblado de presencias.
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