A lo largo de mi vida me he encontrado, me imagino
que igual que la mayor parte de los humanos, con personas de todo tipo:
generosas, rácanas, simpáticas, antipáticas, gorronas, espléndidas, zánganas,
trabajadoras, alegres o tristes... Pues eso, de todo tipo. En general las he
tratado, según mi leal saber y entender, en justa correspondencia a su actitud
conmigo, esto es, con desprecio o estima según correspondiera. Aunque bien es
verdad, lo confieso, que por diversas circunstancias y haciendo de tripas
corazón, en ocasiones he condescendido salvando a alguien del desdén que, sin
duda, se merecía. Mayormente para evitar daños colaterales a terceras personas,
inocentes y queridas, que podrían sentirse afectadas si yo tomara el camino de
la calle de en medio y mandara, a quien se tratare, a hacer muchas y buenas.
En cualquier caso hay un espécimen, entre los infinitos que
alberga la diversidad de formas de ser de cada cual, que me saca especialmente de
mis goznes: Son esos individuos que cuando accedes a lo que te solicitan, o
sea, cuando les haces un favor, son incapaces de agradecértelo, por más que uno
(yo) se conforme con un agradecimiento tan escueto como una palmadita, el
esbozo de una sonrisa o una Estrella Galicia fresquita y gratis. Si el favor
solicitado y conseguido no es puntual y se mantiene en el tiempo, algunos, no
contentos con su silencio, conforme van pasando los días instalados en la
rutina palanca rompen a hablar y, para mayor escarnio y recochineo, lo hacen para cambiar las condiciones de la
misma según su propia conveniencia, con frecuencia a última hora y como hecho
consumado que te obligan a aceptar por narices. Pero como siempre hay quien, incluso
en situaciones incomprensiblemente absurdas, es capaz de rizar el rizo de la ‘vicecontra’,
para rematar la faena están los desahogados que, finos como un coral, se dan arte y maña para
hacer que sientas que eres tú quien debe agradecerles la benevolencia de haberte
dejado que les hicieras un favor. La repanocha, vaya. No sólo son desagradecidos,
sino también copetudos. O si quieren, sustituyo copetudos por altaneros,
vanidosos, altivos, soberbios, arrogantes, vanos, engreídos, fatuos, hinchados...
y un largo etcétera que les ahorro para no ser cansino o estomagante.
Como dijo León
Felipe, “yo no sé muchas cosas, es
verdad, digo tan sólo lo que he visto”. Y es que más de una vez me ha
tocado lidiar con uno de estos perdonavidas cargante, de modo que no hablo a
humo de pajas. Los desenlaces de tales encuentros, por abrumadora mayoría
fueron, debido sin duda a mi carácter poco flexible y gruñón, tajantemente ásperos. Aunque hubo alguno en el
que, estando un buen y antiguo amigo de por medio, domeñé mi genio y dejé al
bellaco sin la lección que su estupidez y su impertinencia merecían. Como
cuando por mediación del amigo antes citado sin nombrar, me comprometí a dar
clases particulares, de bóbilis, al hijo de un compañero de trabajo suyo. El alumno era un mozalbete tímido, educado y
listo. Y el padre, incomprensiblemente, un zopenco entrometido. Más de una vez
y más de dos entró en la habitación en la que el muchacho y yo tratábamos de hacer
un comentario de texto con sus análisis morfológicos y sintácticos
correspondientes, para interrumpirnos con idioteces, sacar a su hijo de la
concentración, a mí de mis casillas y ponernos a ambos de muy mala leche.
Transigí y aguanté mecha no sólo ya por mi amigo, sino por el chaval que era
también víctima sin posibilidad de huida de la estupidez paterna. En fin, él
aprobó la asignatura, que era de lo que se trataba, y yo, después de
felicitarle haciéndole ver que el mérito era suyo y sólo suyo, salí pitando
antes de que su padre, que ya venía por el pasillo llamándome, me abordara para
meter la pata y joder la marrana, algo en lo que era especialista. Así que, satisfecho con
el resultado, disfruté yéndome con un portazo en sus narices que debió de tambalear
los cimientos del edificio. Y aún disfruté más cuando, a los pocos días, mi
circunstancial alumno me llamó por teléfono para, entre risas, darme cumplida
cuenta del monumental e histérico cabreo que se había cogido su padre por mi
destemplada salida de la casa. Lo cual que, misión cumplida por partida doble.
O tal vez triple.
Repasando mis recuerdos para escribir este artículo
he constatado que he vivido demasiadas situaciones como la anterior, aunque en alguna
de ellas, por otra parte paradigmática, la víctima haya sido un amigo y yo solo
testigo atribulado e impotente. Y lamento no poder entrar en más detalles ni
explayarme en según qué caso, porque el aparato este en el que escribo acaba de
avisarme de que estoy llegando al límite del espacio concedido. La tiranía del
“puto folio”, que diría Umbral. Pero
no importa, porque también dice el refrán que “hay más días que longanizas”,
que ahora utilizo en su precavido sentido original y en el distorsionado por el
tiempo. Pues eso, que más ‘alante’ hay más, a ver si me quieres comprender, primo.
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