Me destartala los goznes neuronales oír a nuestros
políticos hablar de la gente de este país.
Entre otras razones porque, dependiendo de quien lo diga, este país puede ser una cosa, su contraria o una mixtura de ambas.
Y su gente, para qué les cuento de un
vocablo tan indefinido y tan polivalente que puede referirse tanto al lumpen más
reaccionario, egoísta y tribal, como a los políticos que estos mismos votaron. O
no. A ver, que yo sigo con mi matraca de consultar a las fuentes. El DRAE
define el vocablo «gente»: 1. f. 'Pluralidad de personas'. / 2. f. 'Con respecto a quien manda, conjunto de quienes
dependen de él'. / 3. f. 'Cada una de las clases que pueden distinguirse en la
sociedad'. Y el vocablo «país», como: 1.
m. 'Territorio constituido en Estado soberano'. / 2. m. 'Territorio, con
características geográficas y culturales propias, que puede constituir una
entidad política dentro de un Estado'. Visto lo visto, cuando los políticos de
esta España de nuestros dolores hablan con la boca llena de falsa progresía de la gente
de este país, ¿de quién coño están hablando, de qué país, de qué gente?
Porque según lo oigamos en boca de unos u otras, este país y su gente pueden
ser otros o unas. Un lío, vaya.
Y todo es que el otro día asistí, televisivamente
hablando, al discurso de la toma de posesión como ministra de Igualdad del Gobierno
de España de Irene María Montero Gil, a la sazón pareja del
vicepresidente segundo del gobierno de España, Pablo Manuel Iglesias Turrión. De acuerdo con lo declarado por éste
en su momento, tendríamos que deducir que la nueva ministra goza de una
situación política análoga a la que gozaba Ana
Botella como alcaldesa de Madrid, "una mujer
cuya única fuerza proviene de ser esposa de su marido y de los amigos de su
marido", según dijo literalmente
este portento dándonos, una vez más, cumplidas muestras de adolecer de un
machismo más que cochambroso y, además, de arrastrar una indigencia oratoria tan
palmaria como para que sus palabras pudieran sugerir una interesada y morbosa relación
poligámica de la alcaldesa enchufada (nunca mejor dicho) con los amigos de su marido. Decía que
seguí el discurso de la ministra Irene María hasta que, cansado de oír
sinsorgas y frases hechas, apagué la tele y me consolé trasegando una Estrella Galicia bien fresquita. Durante
el tiempo, demasiado, que estuve ejerciendo de ciudadano responsable escuchando
sus monsergas me di cuenta de que, a pesar de hablar en español y de haber
tomado posesión del Ministerio de Igualdad del Gobierno de España, cuando se
refería a ella, a España, no dijo ni una vez su nombre. España era siempre, en
su ampuloso vocabulario, este país. Y
recordé que en los últimos años del franquismo y en los inicios de la
Transición (en los que ella no era nada, ni siquiera proyecto) utilizábamos ese
eufemismo tratando de huir de la dictadura, aunque sólo fuera dialécticamente y,
sobre todo, de diferenciarnos de ellos. Pero a estas alturas de la historia y
tras más de 40 años de democracia y de Estado de Derecho, seguir anclados en
ese lenguaje me parece un anacronismo idiota y un sinsentido producto de
espíritus pusilánimes además de cursis y anticuados. Cuando a mayor abundamiento, y tal como está la situación
política, decir este país es como no decir nada. Aunque, ahora que lo pienso,
quizá de eso se trate y lo que se pretenda sea dar una imagen difusa y
acomodaticia que sirva igual a tirios que a troyanos, que se quiera estar al
caldo de un ministerio y a las presas de una ambición política indeclinable. Digo
que el Gobierno de España no quiera mentar la soga en casa del ahorcado porque
hablar de España ofenda a quienes mantienen a unos en colchones monclovitas reales o metafóricos, y a
otros en sillones de respaldo alto de ministerios y vicepresidencias varias.
En cualquier caso, apenas recuperado tras el
trasiego cervecero del sermón de la ministra cuando hete aquí que la neófita ya
vuelve a ser de nuevo protagonista de la actualidad, ahora como responsable de
un vodevil estrambótico relacionado con la recién nombrada directora general de
Igualdad de Trato y Diversidad Étnico Racial, Alba González Sanz, que tras declarar que «sería un honor y un
orgullo trabajar con Irene Montero», acto seguido renunció al cargo en aras de
«una presencia visible de mujeres pertenecientes a
colectivos racializados». Obviando el
barbarismo diré en román paladino que ha renunciado por ser de raza blanca. Y
yo añado de mi cosecha que además (y esto ya suena a recochineo) se llama Alba.
Blanca y Alba, sin duda un doble estigma
oprobioso que la imposibilita para gestionar todo lo relacionado con la
Diversidad Étnico Racial. La sustituye Rita
Gertrudis Bosaho Gori, de raza negra y origen ecuatoguineano. Y digo yo que
si en vez de Rita Gertrudis se hubiera llamado Bruna ya habría sido la reoca,
el summum de la visibilidad para los
colectivos racializados de este país. Pues eso, para ir a mear y no
echar gota. Y el diurético de ornato, primo.
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