El pasado miércoles día 8, Pedro Sánchez Pérez-Castejón tomó posesión en el Palacio de la
Zarzuela de su cargo como presidente del Gobierno de España. Sin Biblia ni
crucifijo, prometió ante el rey Felipe
VI y con su mano derecha sobre un ejemplar de la Constitución, utilizando
la fórmula habitual: «Prometo, por mi conciencia y honor, cumplir fielmente con
las obligaciones del cargo de presidente del Gobierno, con lealtad al Rey, y
guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado, así
como mantener el secreto de las deliberaciones del Consejo de Ministros».
Teniendo en cuenta que el DRAE define «conciencia» como, 1. f. Conocimiento del bien y del mal que permite a la persona
enjuiciar moralmente la realidad y los actos, especialmente los propios», y 2. f. Sentido moral o
ético propios de una persona; y «honor» como, 1. m. Cualidad moral que lleva al
cumplimiento de los propios deberes respecto del prójimo y de uno mismo, y a la vista de la trayectoria zigzagueante,
acomodaticia y contradictoria de la que el susodicho ha hecho gala hasta que ha
conseguido llegar adonde ha llegado, creo que su «sentido moral o ético», su
capacidad de «enjuiciar moralmente la realidad y los
actos propios» y, sobre todo, su cualidad moral para el «cumplimiento de los propios deberes respecto del
prójimo», que somos todos nosotros, son una contrapartida tan vacía de
contenido, tan frágil y con tan poco valor intrínseco y extrínseco que es como
si yo hubiera prometido, jurado y perjurado eso y más por el funcionamiento de mi próstata, que está la pobre como la flauta
de Bartolo. Y es que el ritual es lo que tiene, que se cumple con él, aun a
humo de pajas, y si te he visto no me acuerdo, prójimo. Sin embargo -y tiene guasa
que tenga yo que decir esto- en el caso que nos ocupa la retranca borbónica del
rey ha puesto un punto de humor negro a la aridez de la etiqueta, una chispa de
ingenio al «rigor del protocolo», que diría Cantinflas. Porque ante el lamento del
susodicho que, aludiendo a la cortedad del acto frente a los meses
transcurridos desde las anteriores elecciones, afirmó quejosamente: «Ocho meses
para diez segundos», le respondió con una frase cuasi ginecológica: «Ha sido
rápido, simple y sin dolor. El dolor viene después». Sólo le faltó añadir: «Relájate
y disfruta», que es lo que pienso yo, como prójimo, cuando me hacen las
biopsias a mi próstata indecisa. Pues eso.
A todo esto, es la segunda vez que el interfecto susodicho
promete el cargo haciendo honor a su laicismo y prescindiendo de Biblia, crucifijo
y juramento. Nada que objetar, antes al contrario. Pero si dura en el cargo el
tiempo suficiente como para poder hacerlo y a fin de que la parafernalia laica
no quede como un brindis al sol, sería ocasión, si de conciencia y honor
hablamos, para intentar modificar la Constitución y hacer de España un Estado
laico, que ya va siendo hora. No ignoro que, posiblemente, no contaría con lo
votos necesarios para llevarla a cabo, pero tampoco dudo de que el hecho de intentarlo le reconciliaría con su
conciencia, si es que la tuviere, y tal vez le hiciera recuperar parte del
honor y la credibilidad, si alguna vez los tuvo, perdidos en su errática
trayectoria de los últimos meses. Escrito lo cual, he sentido la cara de tonto
que se me ponía al sobrevenirme el pasmo estéril que asalta a aquel que le anda
pidiendo peras al olmo. Pues eso.
En fin, tal vez Felipe VI apuntara al susodicho
cuando hablaba de dolor, pero yo creo que éste, con el analgésico ‘monclovita’
de por medio, no es quien va a sentirlo. Porque él está donde quería estar. Y
su gobierno progresista de coalición, también. Si es que tiene que doler, por
narices nos dolerá a nosotros, a los ciudadanos españoles que, por otra parte y
en mayor o menor medida, somos quienes hemos puesto a esta gente ahí. Pues eso,
en el pecado llevaremos la penitencia. Y, aunque lo dudo, a ver si nos sirve de
escarmiento para una próxima ocasión. Pues eso, primo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario