«Con varios ademanes horrorosos / los montes de
parir dieron señales; / consintieron los hombres temerosos / ver
nacer los abortos más fatales. / Después que con bramidos espantosos /
infundieron pavor a los mortales, / estos montes, que al mundo estremecieron, /
un ratoncillo fue lo que parieron. / Hay
autores que en voces misteriosas / estilo fanfarrón y campanudo / nos
anuncian ideas portentosas. / Pero suele a menudo / ser el gran parto de su
pensamiento, / después de tanto ruido, sólo viento». Visto el resultado de
las elecciones del día 28, no pude sino acordarme de esta fábula de Samaniego
que me pareció que le venía al pelo. O al pedo, por seguir la metáfora
fabulística.
Y es que, independientemente de los escaños conseguidos por unos u
otros, la situación política, en esencia, viene a ser la misma que antes de la
consulta: Un gobierno en minoría que necesitará de apoyos puntuales para
hacerlo si es verdad que quiere gobernar en solitario y con cierto desahogo,
entendido éste como alivio o tranquilidad, digo. Porque del otro desahogo, del
que indica desfachatez o desvergüenza, el ínclito Sánchez, con su sentido patrimonialista del poder y su actitud de
nuevo rico, ya nos ha dado suficientes muestras en estos pocos meses. ¿Y los apoyos? Pues descartados Vox y PP, con
Ciudadanos en cuarentena, las posibilidades son las que ya había: Podemos, ERC,
PNV, Bildu, JxCat..., siempre sujetos a lo que los enterados llaman “geometría
variable”, que no es más que un do ut des
sublimado, o sea, un regateo de mercadillo con aires de grandeza. En fin, más
de lo mismo desde que Sánchez advino al sillón.
A pesar de lo anterior, de la similitud entre las condiciones de
gobernabilidad en el último tramo de la legislatura anterior y las que pueden intuirse
en la que viene, es evidente que el resultado de las elecciones ha supuesto un
cambio importante en la correlación de fuerzas, fundamentalmente entre los 4 primeros
partidos que han sumado el 75% de los
votos. El cambio de tendencia es manifiesta e incuestionable con la holgada
victoria del PSOE, que consigue 123 escaños (+38), y sube en 6 puntos porcentuales y más de
2.000.000 de votos, frente al descalabro sangrante del PP, con una batacazo de
17 puntos y 3.600.000 votos, hasta quedarse en 66 diputados (¡-71!). Y se
confirma con la merma de 7 puntos,1.300.000 votos y 29 escaños de Podemos,
frente a la subida respectiva de 2, 1.000.000 y 25 de Ciudadanos. En algún
análisis que he leído me pareció que al analista, seguro que con conocimiento
de causa más que suficiente, sólo le faltaba decir el nombre de los votantes
tránsfugas. Sin embargo yo no me considero capaz de analizar cómo ha sido el
busilis del trasvase de votos de unas siglas a otras, a mayor abundamiento
cuando ha habido 2.200.000 votantes más que en 2016. Pero mi indigencia
sociométrica o comoquiera que se llame no me impide ver que el voto mayoritario
ha huido de los extremos y se ha concentrado en terrenos menos dogmáticos,
confluyendo en el centro, izquierda más, derecha menos.
Y creo que también se ha puesto a salvo de la indefinición. Y de
un PP que, mirando acobardado e inseguro a derecha e izquierda y queriendo arrebatar
espacios políticos que no le correspondían, se ha quedado desdibujado e
incoherente en tierra de nadie. Y, quizá también, del pasmo retrospectivo que haya
podido producir en los ciudadanos la fantasmagórica aparición de un Aznar ‘desbigotado’
y vesánico retando a miradas, como matón de taberna cutre, a quienes le dijeran
no sé qué mirándole a los ojos. Esa imagen patética y definitoria, esa
exhibición tan torpe como innecesaria de este momio recalcitrante, tiene una
contundencia repulsiva que la sonrisa impostada de Pablo Casado, tan chisgarabís, tan correlindes, tan inseguro, ha
sido incapaz de contrarrestar.
¿Y Vox? Pues eso, ha quedado el 5º con 2.600.000 votos, 10 puntos
y 24 escaños. Como venía del infierno de los 46.000 votos, el 0,2% y los 0 escaños, su ascenso ha sido, sin duda,
astronómico. Y andan enardecidos y con ansias renovadas de reconquista
patriótica. Ellos sabrán. Yo me he acordado de un compañero del Zurbarán, ¡pobre mío!, que
siempre suspendía en Matemáticas. El profesor calificaba nuestros exámenes con
precisión de decimales. Y él no solía pasar del 1,50. Su rosario de notas iba
del 0 pelón al 1,75. Ya finalizando el curso y hecho el ejercicio previo al
final, tras recoger la ‘cartilla de notas’ el compañero me vino exultante. No
cabía en sí de gozo. «¿Has aprobado?», le pregunté al verle tan orondo. Y él me
contestó mientras me enseñaba la cartilla con manos temblorosas: «No, Jaime.
Pero mira, mira, me ha puesto un 3,50. Voy mejorando». Lo cual, que suspendió
en junio con un 2,70. Y en setiembre tampoco aprobó. ¡Hay que ver lo
que es la vida, primo!
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