En el mes de abril del año 2012 tuve ocasión de
presentar el poemario Crónicas de Atenas,
ganador del XXX Premio de Poesía Ciudad de Badajoz, y a su
autor, Manuel Jurado López, sevillano
de Sevilla desde el año 1942. Pues 7 años después, este pasado martes, repetí
la jugada con los mismos protagonistas, digo Manuel, yo y un libro de poesía
escrito por él también ganador del Premio Ciudad de Badajoz, aunque esta vez,
claro, en su XXXVII edición y titulado Estación
Otoño-Norte. Y no es que el autor nos haya cogido al jurado el pan debajo
del sobaco o sepa de qué pie estético cojeamos cada cual porque, de entonces
acá, los miembros del mismo han cambiado significativamente, a veces por
circunstancias tan trágicas y dolorosas como fue la muerte de nuestro Santiago Castelo, a quien sigo
recordando emocionado. Y, a mayor abundamiento, porque aunque ambos poemarios tengan
calidad suficiente para haberse llevado el premio, son absolutamente distintos
en fondo, forma, temática y estructura. Mientras aquél es un libro extravertido
que, haciendo un viaje de ida y vuelta sangra hacia afuera, hacia las calles y
los habitantes de un país, Grecia, entonces roto y arruinado, el que hoy nos
ocupa es un camino de regreso al interior, una hemorragia interna de asombros y
reproches, de dudas temblorosas, de preguntas al aire de un hábitat tan frío,
tan lejano de un sur perdido en la añoranza, que hace que tiemblen «el pulso
del poema, el hueso de cristal de la nevada y la raíz secreta de las palabras»,
mientras la noche es una sombra persistente, un manto de extrañeza y de nostalgia,
«y la luna, detrás de los fiordos... un
pan redondo y seco».
Manuel Jurado es hombre polifacético, (maestro de
escuela, profesor de instituto, traductor, conferenciante, crítico literario,
antólogo...), y cuenta en su haber con un medallero de premios literarios bien
tupido que van del San Juan de la Cruz al Buero Vallejo, pasando por los dos
Ciudad de Badajoz o el Ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, además de escritor
políglota, polivalente y prolífico, con más de 50 títulos de poesía, novela,
relatos, teatro y literatura infantil y juvenil publicados. Y por seguir con el
prefijo poli aventuro que él, para
titular su libro, juega con la polisemia de la palabra estación y aúna dos de sus significados (tiempo y tren) para bautizarla
Otoño-Norte. Si quisiéramos rizar el rizo, y yo sí quiero hacerlo, también
deberíamos tener en cuenta que otoño y norte son, asimismo, polisémicas. Porque
otoño, ¿la tomamos en su 1ª acepción
como «estación del año que, astronómicamente,
comienza en el equinoccio del mismo nombre y termina en el solsticio de
invierno», o acaso en la 4ª, como «período de la vida humana en que ésta
declina de la plenitud hacia la vejez»? Y norte,
¿es «punto cardinal situado al frente de un observador a cuya derecha está el
este» o, más bien, «guía, punto de referencia, meta u objetivo»? Afortunadamente, creo que todo buen libro de
poesía tiene un poema que marca el ritmo de su sangre: él es el corazón que
impulsa y aclara y tonifica los vericuetos del pálpito que late entre sus
páginas, el que da plenitud a los silencios y abre paso a la asunción de nuestros
asombros. Es como un buen lazarillo, amigo y fiel, que nos llevara de la mano
cuando, cegados por la luz y el desconcierto, no nos vemos capaces de emprender
el camino que nos lleva a la agitación o a la ternura. Yo lo he encontrado en el
titulado Viaje que, además de cumplir
con todo lo anterior, me parece que resume, con una contundencia ciertamente
hermosa, ese batiburrillo de significados del que antes hablaba:
Siempre
es tarde. Siempre es demasiado tarde
para
llegar a la estación Otoño-Norte
y sacar
un billete al olvido
o al bar
de la esquina o a la boca
de la
mujer que nos quiso besar.
Siempre
es tarde. Siempre es demasiado tarde
para
colocar la maleta junto a la ventanilla
y
contemplar el paisaje que llega y huye
o cuando
huimos del paisaje que permanece
y nos
despide.
Tarde,
demasiado tarde para abrir el periódico
del día
que nos advierte que vamos a salir de viaje
tan
pronto como lleguemos tarde
a la
estación Otoño-Norte.
«Estación Otoño-Norte» o, quizá, la estación
Otoño-Norte es un rompecabezas de sensaciones encontradas, de extrañamiento
adrede, de soledad impuesta por la distancia, el desarraigo, el hielo, la
desnudez del alba. A veces resulta complicado encontrar la ligazón entre un
poema y otro o, quizá, el enlace entre un tren y otro, que ya no sé yo. Ni
falta que hace encontrarlos, al menos en lo que a poesía se refiere, porque ella
es lo que es, unas veces aguacero y otras lluvia serena y persistente. A menudo,
una mezcla caótica y fructífera de vado y torrentera. Y el poeta tan solo un
mensajero, con frecuencia inconsciente y sorprendido, de sentimientos que, a
pesar de ser suyos, no siempre es capaz de explicárselos y, por tanto, de
explicárnoslos. Se limita a ofrecernos la corazonada del absurdo; la emoción amarga
del frío; la carencia de un nombre; el olor de las
risas que se pierden; la ilusión de una mirada; el tacto de una piel
desconocida; las páginas amargas de un libro interminable de injusticias; el repentino hallazgo «de una mota de polvo que
flota en el ala de una sílaba»; el convencimiento de que «morir con espinas de
rosas en las manos es una buena muerte» o, por fin, la necesidad vital de
encontrar un ornitólogo que consiga entender y le traduzca el canto de los
pájaros daneses, que debe de ser tremendamente adusto. Otras veces, cansado y
solitario, solo busca una brizna de alivio al imposible cierto de saber que «siempre
es tarde. Siempre es demasiado tarde / para llegar a la estación Otoño-Norte».
La verdad es que yo no sé si desearle, o mejor no, que un día llegue a tiempo
de coger el tren.
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