En el mes de abril del año 2017, publiqué en estas
páginas que acogen mis desvaríos un artículo titulado Morir solo. En él hablaba de José Antonio Arrabal López, enfermo de esclerosis lateral amiotrófica (ELA) diagnosticada en
agosto de 2015 y en ese momento en fase terminal, que decidió suicidarse ingiriendo
pentobarbital, un barbitúrico que adquirió en la red y generalmente utilizado
en la actualidad para la eutanasia veterinaria. En él me hacía muchas preguntas...
Todas siguen hoy sin respuesta. Y todas estarían respondidas, con mayor o menor
fortuna, si ya existiera en España una ley que regulara la eutanasia y el
suicidio asistido. Una ley que permitiera, a quienes prefieren morir a seguir
viviendo una existencia degenerada por la crueldad dolorosa de una enfermedad
irreversible y letal, no tener que actuar como cazadores furtivos de su
descanso. Pero aquí seguimos, en esta España lastrada todavía por el poso de
una moralidad cutre e impregnada de incienso, prestando oídos sordos a la voluntad
y los deseos del moribundo y haciendo del sufrimiento evitable e innecesario un
requisito obligado para la muerte. Me parece monstruoso. Y cruel. Y alejado de
cualquier justificación moral o humanitaria.
Nuestros políticos, que desde el caso de Ramón Sampedro han tenido 21 años para intentar resolver el asunto,
siguen a lo de siempre, más atentos a los mezquinos estudios contables de las
urnas que les resuelvan la vida a ellos, que a tratar de aliviar el sufrimiento
de sus votantes o, cuando menos, de calmar sus ansias. Así, una ley que en
junio del pasado año fue admitida para su tramitación en el Congreso, quedó
estancada (y en ese limbo sigue) debido a los culebreos por activa y por pasiva,
respectivos e interesados, del Partido Popular dilatando los plazos para la
presentación de enmiendas y de Ciudadanos interpretando a un don Tancredo aprovechado
y consentidor de tales retrasos. El final de la legislatura y la convocatoria
de estas elecciones actuales de nuestros tormentos, acabó de rematar la
estrategia dilatoria. Ya ven, esa es la autoridad moral de nuestros próceres.
Ahora, en este interregno democrático en el que la inanidad de los
parlanchines se hace más palmaria, en el que reinan las palabras huecas y las promesas
falsas, las poses estudiadas y la mercadotecnia partidista, ha habido un nuevo
caso que ha dado un baño de realidad al mundo etéreo y falso en el que viven
los que, a fin de cuentas, aspiran a dirigir nuestras vidas y nuestras haciendas,
a los que se creen con derecho a ser los encargados de autorizar o no nuestras
muertes e, incluso, llegado el caso, a dar legalidad a nuestra manera de
matarnos, a nuestras ansias de huir
hacia la nada y el silencio sin tener que hacerlo en soledad y a escondidas. María José Carrasco, enferma terminal cansada
de sufrir sin esperanza, quiso encontrar en su muerte la tranquilidad de acabar
con 30 años de suplicio, un último y definitivo alivio a su dolor sin sentido. Postrada
e imposibilitada para hacerlo, ha sido su marido, Ángel Hernández, quien ha acercado a sus labios el vaso que
contenía el pentobarbital que acabaría con su vida y su padecimiento. Las imágenes filmadas antes de su final,
profusamente difundidas estos días por la prensa y las cadenas televisivas,
constituyen un documento desgarrador que junto al dramatismo de la situación nos hace ver la
firmeza contundente de María José en su decisión («Yo no quiero dormirme, quiero
morirme. Cuanto antes, mejor»), al tiempo que nos convierte en testigos del dolorosísimo
sacrificio de Ángel ayudando a morir al amor de su vida: «María José ya estaba muy harta de su situación porque
estaba sufriendo mucho y ha decidido suicidarse. Ha sido esta
mañana y la he ayudado yo porque ella no podía con sus manos y yo le he
prestado mis manos», explicó, con voz entrecortada, en su llamada al 061.
Por si tanta tragedia no
fuera suficiente, en este país que tanto gusta de lo estrambótico con
frecuencia sale a la palestra algún funambulista dispuesto a rizar el rizo de
lo incomprensible. Y esta vez ha sido la jueza encargada del caso, titular del
Juzgado de Instrucción número 25 de Madrid, que se ha inhibido del mismo, dizque
al interpretar según su leal saber y entender una sentencia del TS, y pretende
que José sea juzgado por un tribunal de violencia contra la mujer, o de violencia
machista, o de violencia de género o como quiera que se llame. Pone así la
guinda absurda de la humillación y del insulto a un pastel ya profundamente
amargo. En fin, la rigidez burocrática, refugio tantas veces de individuos negligentes,
torpes o medrosos, abre con frecuencia una puerta que nos lleva directamente a
la alucinación y al disparate más pasmoso. Y siempre con el administrado como víctima,
claro. Pues eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario