Cuando
andaba yo en el negocio de la relojería, al menos una vez al año viajaba a
Suiza para asistir a la Feria de Basilea, la más importante que se celebra en
Europa sobre el tema. Ante la imposibilidad de encontrar hotel allí, todos
copados de un año a otro en esas fechas,
la primera vez que fui pernocté en Berna. El hotel elegido estaba en el
centro y, nada más instalado, en una primera incursión por los alrededores
descubrí una hermosa ciudad, tranquila, ideal para pasear por ella, limpia y
ordenada. Y bien que tuve tiempo de admirarla porque, como presentía, el
estreno quedó lastrado por la cretinez topográfica congénita que padezco, y lo
que en principio iba a ser un corto paseo de apenas media hora, se transformó
en una excursión de casi dos, en la que el motivo recurrente de mi deambular
ausente fue la Torre del Reloj, a la que admiré más de diez veces mientras mi estado
de inquietud iba en aumento. Entre otras cosas
porque la hora de cierre del comedor se acercaba y me veía compuesto y
sin cena. Los escasos viandantes (no había más) a los que me dirigí para que me
indicaran el camino de vuelta, en un francés que en aquella época yo manejaba
con cierto desparpajo básico y a los que, incluso, enseñaba la tarjeta del
hotel para dar apoyatura a mi demanda, se empeñaban, tercos como mulas, en
contestarme en alemán. Con lo que aquello se transformó en una sucesión de diálogos
absurdos e inútiles que me hizo pasar de la intranquilidad a la cólera.
Aguantaba la enésima perorata teutona, esta vez de un señor de complexión
desmesurada que al utilizar las consonantes fricativas transformaba su boca en
nebulizador. Estaba a punto de perder la paciencia mientras juraba en arameo
españolizado cuando un porteño argentino, culto y buen conversador, me rescató
de la sevicia lingüística, acompañándome hasta la puerta del hotel. Cuestión de
idiosincrasia.
A
la mañana siguiente tuve otro encontronazo, éste más deprimente, con la
idiosincrasia nativa. Iba camino de la estación. 20 o 30 metros delante de mí,
dos ancianas menudas, frágiles, caminaban con pasos inseguros. En eso, una de
ellas tropezó con los raíles del tranvía y quedó tumbada sobre los adoquines.
Su compañera intentaba levantarla, pero no tenía fuerzas para hacerlo. Tardé en
reaccionar porque me quedé pasmado de asombro viendo que, junto a ellas,
pasaron varias personas, 8 o 10, mujeres y hombres, que se limitaron a mirarlas
mientras continuaban camino sin prestarles auxilio. Recuperado del estupor,
eché a correr y levanté a la pobre mujer que, lloriqueando, mostró su
agradecimiento dándome dos besos tan livianos como ella. Es hoy, y todavía soy
incapaz de entender cómo la gente que pasó a su lado, tan elegante, tan chic,
pudo actuar de la manera deplorable que lo hizo. Cuestión de idiosincrasia. O
de tener, en vez de corazón, un trozo de queso ‘Emmentaler’.
En
otra ocasión me alojé en Zurich, en un hotel situado a la orilla del río
Limmat. En recepción me atendió una joven rubia y peripuesta. Cuando consiguió
entender que sólo le hablaría en español, me dijo con gesto y tono despectivos
un “¡ah, spanisch!”, que me tocó los nísperos.
Detrás de mí, custodiando las maletas, estaba Maurício, con tilde, un portugués de mediana edad que se
ofreció a servirme de intérprete. Le pedí que le dijera a la señoritinga
engreída que no quería que me atendiera ella, que en un hotel de esa categoría
deberían tener en recepción alguien que dominara más idiomas, y que saliera el
gerente con el libro de reclamaciones porque me había sentido menospreciado con
su trato prepotente. Al principio el hombre dudaba, pero después creo que
empezó a disfrutar con la movida más que yo, porque le hablaba a la rubia, cada
vez más roja del sofoco, con un desparpajo y un énfasis que la desbarató. En
esas estábamos cuando el gerente salió de su despacho para, fulminando a la
impertinente y en un español aceptable, deshacerse en unas disculpas que yo
acepté, pero que no me hicieron desistir de mi reclamación, de la que guardo
copia firmada y rubricada. Tras ello, Maurício y yo nos fuimos muy dignos
camino del ascensor. Una vez que se cerraron sus puertas, le dio un ataque de
risa que le duró hasta el quinto piso. Me contó que sabía seis idiomas y que
iba camino del séptimo. Cuando le dije que era él, entonces, quien debería
estar a cargo de la recepción y no la estúpida, me respondió, en un delicioso
español aportuguesado, que para eso sólo le faltaba un pequeño detalle en su
currículo: Ser suizo. Lo clavó, primo.
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