"A quién pido perdón por el niño que he sido
y sigue estando
cuando la tarde es luz de otras mañanas".
Era una manera de
suspender el tiempo. Dejarlo atrás colgado de un dintel, traspasar la luz roja
que macilenta daba la bienvenida y entrar de lleno a la oscuridad que me
abrazaba y me llevaba a descubrir los mundos de otros mundos, las luces de
otras luces, los sueños de otros sueños. Afuera, la vida, seguía su parsimonia
rutinaria, corría torpemente encasillada en mi reloj Vulcain, aburrida, lineal,
con el andar cansino de un discurrir pedestre, sin sobresaltos, cómodo. Pero
dentro, útero fiel, hogar entusiasmado cautivo en una dimensión desconocida, el
tiempo no existía. Sentado en la butaca de un morado raído y blanquecino, el
tiempo era un instante detenido, el corazón corría por el pasillo sin miedo a
extraviarse, la calle era tan solo un ente de razón destartalado y ya no había ni
asfalto, ni examen de Gramática, ni
Misa, ni Cristo Dios Bendito que viniera a anunciarme la catástrofe de ese
Juicio Final apocalíptico. Se producía la trasmutación a medida que las luces,
amarillentas, tímidas, se apagaban sumisas. Cuando se iluminaba, a cambio, la pantalla,
estaba preso ya en un mundo quimérico que sólo yo sabía, aislado y solidario,
sonámbulo despierto y en estado de alerta. A partir de ese momento, ya no había
momento, tan sólo ese milagro del tiempo detenido, inexistente, transformado en
asombro, ilusión, lágrimas, risas, carreras, aventuras, hadas, enanos, monstruos,
ratones, gatos, rifles, pistoleros, esclavos, gladiadores, gorilas gigantes,
gángsteres, bandidos, cuatreros, comisarios, indios… Vidas inexistentes,
situaciones e historias vividas como propias, latidos ajustados a los míos.
Al salir de la sala, la
luz era siempre distinta, otra. Los ojos, cuajados de emociones, tardaban en
acostumbrarse a la estrechez de las calles conocidas. Odiaba a todo el que se
cruzaba conmigo con el desprecio de un héroe inmortal, de un vaquero matón, de
un pequeño gigante. Lamentaba que el tiempo volviera a existir y, en soledad,
seguía viviendo las vidas que no me pertenecían, que habían quedado en el aire
del cine esperando a una nueva tanda de afortunados a los que abducir. El
portal de mi casa, las punteras gastadas de mis botas Gorila heredadas, la
sonrisa mellada del portero, el ascensor prohibido “a los menores de 16 años
que no fueran acompañados de personas mayores”, el sonido del timbre de mi
casa, me devolvían de golpe a la realidad agobiante del examen de Gramática,
paradigma, ahora, de la pobreza angustiosa del día a día.
No sé en qué momento de
mi vida dejé de sentir este milagro que deja al de la transubstanciación en
agua de borrajas. De lo que sí estoy seguro es de que ocurrió en el justo
momento en que mi niñez huyó, temerosa del paso del tiempo, a ese mundo perdido
de los sueños perdidos, justo al lado del país de Nunca Jamás. Si alguna vez,
una tarde cualquiera, en un cine cualquiera de una ciudad cualquiera, se
produce de nuevo el imposible de que no sienta nada más que el embeleso, y el
aire huela a entonces, a Heno de Pravia y sueños, a pan con chocolate, a
inocencia y sorpresas, mi niñez vivirá en la ilusión de ahora. Se sentará
conmigo aquel niño que fui y sigue acurrucado en mis anhelos, el tiempo quedará
suspendido en sus ojos y ocurrirá el prodigio de que los años vuelvan, de que la vida espere. Ya libre de ataduras,
desuncido del yugo del tránsito implacable, seré entonces capaz de volver a
mirar con la mirada limpia, entusiasmada, que paraba el reloj cada tarde de
sábado.
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