|
(Fuente: Vice) |
En la clase de bachillerato de uno
de mis hermanos, en un año que no puedo precisar, alguien tuvo la genial idea
de crear la que vino a llamarse
La Peña
del Bufo. El mecanismo para acceder a ella era bien sencillo. A primera
hora de la tarde y aprovechando la benevolencia, la sordera o la modorra de
determinado profesor, los integrantes de la misma y los aspirantes a pertenecer
a tan selecto círculo entablaban una justa de pedos. Se valoraba el estruendo,
no la fetidez de los mismos, de manera que los expelidos por los postulantes que
no fueran escuchados por todos los miembros del jurado elegido para la ocasión,
estratégicamente repartidos por el aula para cubrir todo el campo de
competición, no puntuaban. Por más que atormentaran las pituitarias de sus
compañeros más cercanos. Cada cierto tiempo, e ignoro siguiendo qué criterio,
se elegía presidente de la peña, honor que una vez tras otra recaía en la misma
persona dado que, en tales ocasiones, largaba una ristra graneada de
zambombazos imposible de superar. Y la verdad es que se lo curraba porque un
día, quizá cansado de tanto exabrupto anal, compartió el secreto de su tronante
contundencia con el grupo más cercano de pedorros diplomados. Acaso con la
callada esperanza de que alguno de ellos siguiera sus pasos, ganara el sillón
presidencial y él pasara a ser simple militante de base. El busilis del asunto,
aunque sencillo, no deja de ser ocurrente. Consistía en que, poco antes de
salir camino del colegio, con el estómago más que probablemente lleno de
garbanzos o habichuelas, el muchacho se apretaba el cinturón al máximo que
podían soportar él y sus tripas para, acto seguido, atiborrarse de castañas
pilongas compradas en
Las Antigüinas.
Al llegar a su pupitre, ahíto por el atracón y congestionado tras la caminata, se
aflojaba el cinturón. Y el estruendo ininterrumpido del desahogo liberaba
energía suficiente como para proveer de luz durante un año a todos los
fabricantes de zuecos de Alemania, como decía La Codorniz del pedo de un
elefante.
|
(Fuente: okdiario) |
En fin, ha venido a mi memoria esta
historieta tras leer las delirantes declaraciones que, tras salir de la cárcel
bajo fianza, han hecho los exconsejeros
Jordi
Turull y
Josep Rull, sobre todo
este último que, visto lo visto, tiene que ser un señorito más flojo que la
paja de avena. Según dice este dengoso, las dos penalidades más destacables de
su experiencia carcelaria, o al menos las que más destacan las fuentes que he
consultado, han sido para él los ‘espeluznantes’ traslados entre juzgado y
prisión y la comida de la cárcel. De los traslados se queja por ir en una furgoneta sin cristales ‘en la que
no paraba de marearse’ y, además,
esposado. Y que al llegar a la Audiencia le obligaron a quitarse las
gafas y el anillo de bodas. O sea, que este pisaverde se queja de que lo traten
como a cualquier preso, que es lo que era en ese momento aunque ahora esté de
imaginaria. Pero, qué pensaba, ¿que quienes lo custodiaban eran mossos que
adoptarían la actitud lacayuna habitual y lo iban a llevar de un sitio a otro
en coche oficial, con Biodramina incluida? Y digo yo, ¿qué democracia puede
defender un político que se asombra y protesta porque lo traten igual que a
cualquier ciudadano en sus mismas circunstancias? ¿En qué grupo étnico se
siente encuadrado para creerse superior y, por tanto, despreciar a las personas
que dice representar? ¿De qué élite se considera miembro este lechuguino?
|
(Fuente: Antena3) |
Y sus críticas a la comida no hacen
sino dejar al descubierto sus melindres, su falta de enjundia, porque el tal
nos ha salido más blandengue que la princesa del reino de Safi, a la que un
guisante, colocado bajo los siete colchones sobre los que se acostó, le impidió
dormir y llenó su delicado cuerpecito de moratones. Parece que a nuestro gazmoño
atribulado la comida carcelaria le ha llenado la boca de llagas. Yo me pregunto
qué encías tan delicadas debe de tener para que se ulceren comiendo paella,
garbanzos con verduras, macarrones con panceta o fabada asturiana que, por
poner un ejemplo, fueron los primeros platos del
menú de sus cuatro últimos
días en prisión. Por si fuera poco, confiesa quejumbroso que era muy flatulenta.
Y a esa me agarro para hacerle una sugerencia: Dado que su situación procesal
está pendiente de juicio y este puede acabar con un encarcelamiento de años,
debería hacer de la necesidad virtud y aprovechar sus flatulencias meteóricas
para, llegado el caso, fundar en su módulo una Peña del Bufo. Si llegara a ser
presidente de la misma, su cargo tendría menos relevancia pública, sí, pero,
sin duda, más dignidad y más limpieza democrática que el que aspira a ocupar
tras las elecciones del 21D.
Perquè hi ha
pets i pets, primo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario