Hace unos días, impresionado por una
noticia vista en televisión, rememoré una vez más el nacimiento de mi hijo
Jaime y la angustia infinita que sufrimos
por las complicaciones del parto. La historia es dolorosamente sencilla, con
esa sencillez con que la vida, a veces, te mantiene oprimido el corazón al
dictado de sus caprichos. El pequeño murió al nacer y fue reanimado en el mismo
paritorio. Al cabo de unos minutos su corazón volvió a latir. El ginecólogo que
atendió el alumbramiento, hasta entonces locuaz y comunicativo, se me acercó desencajado
y, con la mirada baja, me informó en un balbuceo: “El parto no ha ido bien. El
niño está en prematuros, en la 6ª”. Mientras mi santa, deshecha en lágrimas, trataba
de recuperarse, yo subí a verlo. Ignoraba si iba a enfrentarme a lo
irremediable o, acaso, a la posibilidad de acurrucarme en un atisbo de
esperanza. “El neonato sigue vivo”, me
dijo, nada más llegar, el médico que me atendió. Para, al punto, darme muy
pocas esperanzas de que saliera adelante: “Si supera estas primeras horas y llega a mañana, será un milagro...”.
Me preguntó que si, a pesar de todo, quería verlo. Le contesté que sí, sin
dudarlo: “Cómo no voy a querer yo conocer a mi hijo”, o algo así le dije, creo,
porque jamás en mi vida he estado tan fuera de mí como en aquel momento. Tras
ponerme gorro, bata y cubre calzado verdes, entré en la sala de incubadoras,
con las piernas temblorosas y el corazón latiendo a un ritmo endiablado que
sentía retumbar en mis oídos. Y allí estaba, como un gazapillo agobiado por
cables y tubos, con sus manos pequeñísimas cerradas en un puño y su torso, tan
frágil, tan diminuto, agitado por una respiración entrecortada y asistida. Sin
embargo, el recuerdo que con más fuerza permanece en mi memoria es el del
perfil de su cara, que intuí o vislumbré libre de incordios médicos, dibujado
sobre el blanco del fondo de aquella pecera seca donde luchaba por seguir vivo.
Bajé descontrolado para tratar de dar ánimos a su madre. No obstante, a pesar de
mis esfuerzos, sin duda fracasé en el intento porque acabamos llorando los dos, separados por un
cristal que solo servía para distanciarla de mí pero no para protegerla de
nuestro desconsuelo.
A primera hora de la mañana
siguiente volví a la 6ª planta del Hospital Materno Infantil. Cuando salí del
ascensor creí haberme equivocado porque mis recuerdos de la noche anterior
pasaban por un pasillo largo, angosto, penumbroso, que allí no estaba. Me
encontré con una estancia limpia e iluminada que no reconocí. Totalmente
desconcertado, tuve que preguntar a una enfermera. Ella me confirmó que,
efectivamente, esa era la planta de prematuros y que no, no la habían cambiado
durante la noche. Y entonces comprendí cómo el dolor y la tristeza pueden
distorsionar la realidad. Cómo el inconsciente puede adaptar tus sentidos al
estado de ánimo que te embargue, a la turbación o el caos interior que sufras
hasta hacer que veas oscuridad donde hay luz. Un mes estuvo allí en el que, su
madre y yo, fuimos viendo día a día sus progresos, cómo se aferraba a la vida
con ahínco, cómo poco a poco su estómago fue admitiendo líquidos y, también,
cómo el coágulo que se le había formado en el lóbulo temporal, fue
disolviéndose. Le dieron el alta el día 29 de octubre y, como mi santa estaba
allí destinada, tuvo la inmensa suerte de vivir sus 3 primeros años en Belvís
de Monroy. En fin, hoy es un tipo entrañablemente peculiar que el 30 de
setiembre cumplió 31. Y que este jueves llegó de Barcelona, donde vive y
trabaja desde hace 9 años, para estar unos días con nosotros. Frecuentemente,
cuando estamos juntos como ahora y lo miro, aparece ante mis ojos, aureolada
por la nebulosa gris de los recuerdos, la imagen de ese perfil de aquel
entonces en el que él y yo andábamos perdidos y cercanos a la ausencia.
Durante el tiempo eterno que duró
su recuperación no dejé de escuchar y canturrear la
“Canción del Ciruelo”, un
poema de
Bertolt Brecht que
Soledad Bravo impregna de ternura.
(Hay en mi huerto un ciruelo / que es de
todos el menor. / Para que nadie lo pise / tiene reja alrededor). Mi hijo
vivía en ella... De nuevo la música, su
magia compasiva a mi lado, ayudándome con su compañía y ofreciéndome la
posibilidad del desahogo, de las lágrimas, de la esperanza, del consuelo. Y
ayudándome a seguir siendo. Y a vivir. Como siento que ayudó a mi hijo, tal vez
a mi través, al compás de mi tarareo obsesivo. Aunque él no se enterara, ocupado
como estaba en no morir de nuevo.
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