Andrew J. Smart, un joven científico norteamericano de origen
sueco, publicó en España un libro titulado
El arte y la ciencia de no hacer nada. (El cerebro tiene su propio piloto automático). En
él, apoyándose en los últimos avances de
la neurociencia, hace una encendida defensa de la ociosidad como motor creativo,
contraponiéndola a la idea capitalista y la ética protestante de que el tiempo
es el bien más preciado siempre y cuando mejor aprovechado esté para el
rendimiento productivo. Según nos cuenta hay una llamada “red neuronal por
defecto”, la DMN, que entra en febril actividad cuando no estamos centrados en
una tarea concreta y nos parece que nuestro cacumen está en reposo y
dedicándose a la dulce holganza. Esta oscilación neuronal coherente, que
interconexiona diferentes áreas de nuestro cerebro, facilita la introspección,
el conocimiento de nosotros mismos y, con ello, el desarrollo de la propia
identidad; estimula la creatividad, facilita la visualización del futuro y el
recuerdo del pasado, nos permite acceder a nuestro inconsciente y nuestras emociones,
potenciando habilidades que creíamos dormidas u olvidadas, al tiempo que nos
ayuda a conocernos y, lo que es más importante, a reconocernos. De modo que
cuando parece que nuestro cerebro no hace nada es cuando hay posibilidad de que
surjan las ideas más brillantes. En resumen, que es aceptable ser vago. Y, en
algunos casos, incluso imprescindible. Sirva como ejemplo el pensar qué hubiera
sido de nosotros si cuando Newton se
sentó debajo de aquel manzano mítico, su cerebro, en vez de estar en este estado
de ociosidad activa del que hablamos, se hubiera encontrado exánime por el duro
trabajo intelectual hasta hacer que el sabio se quedara sopa y no hubiera visto
caer la famosa manzana o, aun habiendo visto fenómeno tan intrascendente, por
mor de la fatiga y el hartazgo el hecho le hubiese suscitado el mismo interés que,
por decir algo, un discurso de Fernández
Vara sobre cultura en Extremadura. Efectivamente, se deduce que no habría
podido concebir su teoría sobre la ley de la gravedad y, en consecuencia,
quizás anduviéramos ahora todos por las calles levitando como la niña del
exorcista. Una verdadera pesadilla para mí que, además de otras peplas, sufro
de acrofobia.
(Fuente: Trome) |
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