Me acompañan mis muertos. Sus horas
desahuciadas vienen a visitarme y me sonríen en el revés ajado de mi alma, tal
vez queriendo ser la sombra de un ensueño. Puede que sea el silencio que
oscurece mi ojos en esta luz difusa de la tarde y los baña entre brumas para
mirar ausencias. Sin que exista remedio y sin pensarlo, porque el silencio es
eso, me enfrento con mi vida de
improviso, como un contable antiguo con visera y manguitos. Es la añoranza,
entonces, una partida doble, una suma impasible de pérdidas y encuentros, el
debe y el haber de mi pasado. No hay trampas. No hay posibilidad de hacer
ingeniería contable. Todo está ahí, tan nítido, tan cierto, como la lluvia que
ahora se dispersa en el aire, constante y grácil, un pestañeo de sueños de
otras horas. Los recuerdos me agobian mientras me dan la vida. Los detalles minúsculos
duermen en mis bolsillos como un pañuelo antiguo que conservara lágrimas de
alguna despedida, canicas, relojes desarmados que marcan los vacíos, fábulas
imposibles, intentos que quedaron
jugando con la infancia. Y una música lenta de tantas tardes lentas junto a la
celosía acompaña al recuerdo como una novia dulce, virgen, como un amor absorto
dormido entre mis manos. Me miro en el
espejo de los años y veo el niño que fui, el sufridor absurdo de las penas
perdidas, el lector de alegrías, el héroe derrotado, el buscador de encantos, el triste enamorado
de una vida imposible. Atesoro en mis ojos el mirar de otros ojos, los de mi
madre, acaso, llorando la distancia de una huida infinita y cotidiana. Y a
veces veo con ellos lo que no supe nunca, lo que jamás miré, lo que se lleva
escrito en los pliegues del alma. La muerte no es olvido, pero el olvido es muerte. Los recuerdos ayudan a la vida que tengo, a
los años que cargo. Y no es melancolía tan sólo lo que guardan, es el gozo
asumido de lo irrecuperable, el placer agridulce de lo que vuelve a estar, la
ilusión de volver de otra manera, de hacer que el tiempo sea un palíndromo
eterno, repetido y distinto, un ir y regresar por un camino de límites abiertos.
Casi un delirio, un duermevela de inventos y constancias, de pérdidas y
hallazgos.
Como el que vuelve al hogar después
de un largo viaje y, al abrir la puerta, llena el ansia del regreso reconociendo
olores, y distingue el reflejo en el mueble gastado por los años o siente, de
repente, el escalofrío del encuentro, así retorno yo, como a un refugio, a los
momentos que quedaron atrás. Y, dulcificado el regreso por el paso de los años
y la equívoca placidez de la distancia, vuelvo a vivir situaciones en las que
la emoción se ofrece contenida, desprovistas aquellas de todo el dramatismo que
conlleva la ausencia. Disfruto en soledad de la añoranza, gastado calcetín de
la memoria, dulce alcancía donde atesoro voces, espectros que se vienen a
consolar la vida, risas casi olvidadas, besos que quedaron dormidos y ahora se
desperezan en la tarde y rompen el dolor para besarme. Al fin, somos
prolongación de lo que fuimos y esta magia de volver al pasado, de reencontrar las
pérdidas, de estar de nuevo allí donde estuvimos, reafirma lo que somos y pone
los cimientos de lo que al fin seremos.
La culpa es del silencio que canta
en mi ventana y arrulla los cristales de
mi vida con una niebla tímida, discreta, que empapa de caricias mi
nostalgia. A su amparo me acojo como niño indeciso, como un muerto inexperto. En
su revoloteo de presencias ausentes, caigo, calladamente, junto a lágrimas tibias que el viento
desparrama por el jardín de mi alma. Se me antojan, quimera de esta tarde contradictoria
y mía, pequeños pañuelitos con los que, quienes fueron, siguen diciendo
adiós, mientras esperan regresar otra vez una tarde cualquiera del mañana
absoluto.
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