sábado, 18 de febrero de 2017

HACE YA UN AÑO

(Fuente: dreamstime.com)
Tal día como ayer, hace ya un año, murió mi amigo Ángel. Y ese ayer de hace un año es el de ahora, multiplicado en todos los ayeres y en todos los mañanas que conozca, que viva, que soporte. Porque hay días que se extienden por mi vida como una niebla amarga que nubla la mirada y enturbia los silencios sin posibilidad de que levante. Se acomoda, callada, en los resquicios que el corazón, inerme, hipnotizado, le ofrece sin saberlo. Y de pronto en agosto, o en mayo, o en diciembre, él palpita en febrero, en diecisiete. Ese es el calendario que controla mi vida, aunque apenas yo sepa y nunca me lo espere porque está agazapado detrás del sentimiento, aparece de pronto, me sorprende indefenso y se adueña de todo a su capricho. Y yo me siento igual que un árbol solo.

Tal día como ayer, hace ya un año, murió mi amigo Ángel. Y su muerte vino a engrosar ese vacío que otros tantos vacíos ya ocupaban. Se me cargan los años de ausencias, crepuscular silencio de los días, eterno atardecer que no descansa. Hay veces que me quedo absorto, ensimismado, viviendo en las imágenes que mi memoria evoca, dormido con mis ojos abiertos como lunas de una noche que abarca toda la lejanía de un horizonte absurdo, de un ayer que mis manos recogen entregadas, de un sueño que pretende revivir imposibles. Los recuerdos me agobian porque me inutilizan y mi vida se queda suspendida en el aire de un abismo de nombres; de risas interiores sordas, mudas; de manos que se agitan como sombras chinescas; de pasos que caminan siempre a ningún destino; de miradas que observan lo que no pueden ver, que miran desde dentro de mis ojos llorosos sin saber de mis lágrimas. Y la nostalgia, entonces, resulta insoportable, despiadada, sin paliativos líricos que maquillen la pérdida. Y yo me siento igual que un árbol solo.

Tal día como ayer, hace ya un año, murió mi amigo Ángel. Y no le dije adiós. Debo de estar maldito por los hados que rigen mi destino de hombre solo, porque yo no he podido despedirme de mis amigos muertos. Y me hubiera gustado acompañarles en su huida, estar con ellos, sentir que me sentían a su lado, hablarles en silencio, consolarme en sus manos y, si hubiera sido necesario, morir a su compás. Me pregunto hacia adentro sin encontrar respuestas:  ¿Dónde van los adioses, huérfanos, inservibles, que nunca pude dar porque llegaron tarde? ¿Se quedan deambulando por el aire de entonces, sonámbulos y tristes, buscando su destino?  Se lo decía a Castelo y vale para todos, Jesús, Cosme, Leoni, Goyo, el Niño y tú, Angelito mío: Me queda el resquemor / de no haberte abrazado / como te merecías, / de no besar tu frente / dormido ya, viajando / por el reposo absurdo / de tu cuerpo sin voz. No pude despedirme de ninguno. Y yo me siento igual que un árbol solo.

Tal día como ayer, hace ya un año, murió mi amigo Ángel. Y yo no supe ver que se moría. Un sábado tras otro, una risa tras otra, un silencio tras otro, un cansancio tras otro, se fue ‘muriendo a sorbos’ delante de mis ojos y yo no vi la muerte en su mirada porque no supe ver que se moría. Quizá no quise verlo. Y esa angustia me tiene desgarrado el corazón desde aquella mañana, dieciocho y desdichada, en la que me estrellé contra su muerte. Aunque ahora siga sintiéndolo a mi lado, en el coche, camino del maíz de las gallinas cantando Chiquillada a voz en grito como un desaforado, vestido de fallera en Carnavales, o diciéndome ‘sonso’ sin venir mucho a cuento, no puedo desprenderme de la pena de que, tal vez, me atolondré y no supe intuir que se me estaba yendo poco a poco. Hasta dejarme igual que un árbol solo… Y sin Jesús aquí para ampararme.


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