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Tal día como ayer, hace ya un año,
murió mi amigo Ángel. Y su muerte vino a engrosar ese vacío que otros tantos
vacíos ya ocupaban. Se me cargan los años de ausencias, crepuscular silencio de
los días, eterno atardecer que no descansa. Hay veces que me quedo absorto, ensimismado,
viviendo en las imágenes que mi memoria evoca, dormido con mis ojos abiertos como
lunas de una noche que abarca toda la lejanía de un horizonte absurdo, de un
ayer que mis manos recogen entregadas, de un sueño que pretende revivir
imposibles. Los recuerdos me agobian porque me inutilizan y mi vida se queda
suspendida en el aire de un abismo de nombres; de risas interiores sordas,
mudas; de manos que se agitan como sombras chinescas; de pasos que caminan
siempre a ningún destino; de miradas que observan lo que no pueden ver, que
miran desde dentro de mis ojos llorosos sin saber de mis lágrimas. Y la nostalgia,
entonces, resulta insoportable, despiadada, sin paliativos líricos que
maquillen la pérdida. Y yo me siento igual que un árbol solo.
Tal día como ayer, hace ya un año,
murió mi amigo Ángel. Y no le dije adiós. Debo de estar maldito por los hados
que rigen mi destino de hombre solo, porque yo no he podido despedirme de mis
amigos muertos. Y me hubiera gustado acompañarles en su huida, estar con ellos,
sentir que me sentían a su lado, hablarles en silencio, consolarme en sus manos
y, si hubiera sido necesario, morir a su compás. Me pregunto hacia adentro sin
encontrar respuestas: ¿Dónde van los
adioses, huérfanos, inservibles, que nunca pude dar porque llegaron tarde? ¿Se
quedan deambulando por el aire de entonces, sonámbulos y tristes, buscando su
destino? Se lo decía a Castelo y vale para todos, Jesús, Cosme, Leoni, Goyo, el Niño y tú, Angelito mío:
Me queda el resquemor / de no haberte
abrazado / como te merecías, / de no besar tu frente / dormido ya, viajando / por
el reposo absurdo / de tu cuerpo sin voz. No pude despedirme de ninguno. Y
yo me siento igual que un árbol solo.
Tal día como ayer, hace ya un año,
murió mi amigo Ángel. Y yo no supe ver que se moría. Un sábado tras otro, una
risa tras otra, un silencio tras otro, un cansancio tras otro, se fue ‘muriendo
a sorbos’ delante de mis ojos y yo no vi la muerte en su mirada porque no supe
ver que se moría. Quizá no quise verlo. Y esa angustia me tiene desgarrado el
corazón desde aquella mañana, dieciocho y desdichada, en la que me estrellé
contra su muerte. Aunque ahora siga sintiéndolo a mi lado, en el coche, camino
del maíz de las gallinas cantando Chiquillada a voz en grito como un
desaforado, vestido de fallera en Carnavales, o diciéndome ‘sonso’ sin venir
mucho a cuento, no puedo desprenderme de la pena de que, tal vez, me atolondré y
no supe intuir que se me estaba yendo poco a poco. Hasta dejarme igual que un
árbol solo… Y sin Jesús aquí para
ampararme.
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