sábado, 11 de febrero de 2017

ELOGIO DE LA MÚSICA

(Fuente: Pixabay)
En la charla con la que me desahogué el año pasado en La Económica con motivo del Día del Libro, hablaba, entre otras cosas, del papel redentor que había supuesto en mi vida la lectura, no solo por sí misma sino porque leer me llevó a escribir y ese camino de ida y vuelta resultó providencial para mí. Llegado a ese punto, me permití hacer una pequeña digresión para hablar de la música: “Y también me salvó la música, que fue mi primer refugio y desde entonces sigue acogiéndome, cuando la ocasión lo requiere, para avivar recuerdos o emociones, para buscar consuelo o darme ánimos. Creo que es ella el arte más puro, más enigmático, más sensitivo, más esencial, más conmovedor. Y, sobre todo, el más generoso, porque nada nos pide para emocionarnos, nada nos exige para estremecernos. Se conforma con que estemos, escuchemos y, como mucho, cerremos los ojos y nos dejemos llevar a su mundo”, decía. Desde entonces, desde ese día, vivo con la idea de que fui cicatero en mi homenaje. Porque a pesar de que el motivo central del día y de la conferencia era el libro, me quedé con la sensación de que podría haber sido más generoso y, por añadidura, más justo con ella. Sirvan estas líneas como desahogo aplazado que enmiende mi error y salde la deuda literaria pendiente.

(Fuente: Todocolección)
Y es que cuando la tarde se transforma, desconsoladamente, en una sucesión de horas y ausencias, y el corazón, rendido, late al compás de un ritmo de otro tiempo, mi niñez me visita. Y en esa ensoñación, mi madre está entonando una nana olvidada que no sé repetir. Es mi primer recuerdo musical, difuso, torpe, pero tan vívido que escucho ese silencio de su voz. Y sé que está cantando. Vuelvo a sentir a flor de piel, entonces, la sensación de amparo y de cobijo que ella me transmitía. Prendido de su sombra, recupero la casa de mi infancia, ahora tan solo pérdida, ando por sus pasillos como una pena herida, nostálgico fantasma que vuelve a ese piano y a sus manos para escuchar de nuevo, como nueva, la cancioncilla amable que tocaba y que a mí me extasiaba. Y veo cómo me mira, me sonríe y se ensimisma luego tecla a tecla.  Y así voy recorriendo mi mirada de entonces:  las Canciones de la abuelita. Libro-juguete musical con xilofón incluido, con mi mano pequeña e insegura golpeando la baqueta de cabeza roja contra sus láminas doradas, mientras canturreo El martirio de Santa Catalina o Estaba la pastora, y en la gramola escucho antiguos discos de pizarra al tiempo que, en otra habitación, suena Bach y en la contigua están The Beatles cantándole al ayer. Y entrando al dormitorio que hay junto al mechinal, escucho a Gardel mientras me recupero de un maldito infiltrado de pulmón y en el último cuarto, adolescente, me sorprendo penando mal de amores al compás de Chopin y sus Nocturnos. Es lo bueno que tienen los recuerdos que, al igual que en los sueños, en ellos puedes desdoblarte, hacerte ubicuo y estar al mismo tiempo en varios sitios sin que los años cuenten, ni pesen, ni asesinen. Ellos son lo que fuimos, como nosotros somos porque son. Ambigua relación de esclavitud en la que carcelero y preso se confunden.

Yo creo que ya cantaba antes de hablar. Al menos no recuerdo cuándo hablé, pero al ocupar en el dormitorio de mis padres la cuna de mi hermano muerto, a veces, ellos dormidos, me despertaba con la luz que se colaba por las rendijas de la persiana. Y, quizás aburrido, cantaba. Posiblemente nada, solo intentos carentes de armonía. Tenía apenas dos años y aún vive entre mis manos ese querer coger la luz de las mañanas, esa felicidad de no ser nada, acaso un despertar de notas sueltas que olía a polvos de talco y a ternura. Música al fin y al cabo. Ahora, según dice mi santa, también canto dormido...  A cada uno de mis hijos, Andrea, Ángela y Jaime, les tengo encomendada una canción para que la apadrinen, carné de identidad con huellas musicales. Mi santa y yo también tenemos una desde que éramos novios. No es el mejor carné para andar por la vida, pero nos sirve a todos para saber qué somos. O a mí me sirve, al menos, para saber que estamos.

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