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(Fuente: Pixabay) |
En la charla con la que me
desahogué el año pasado en La Económica con motivo del Día del Libro, hablaba,
entre otras cosas, del papel redentor que había supuesto en mi vida la lectura,
no solo por sí misma sino porque leer me llevó a escribir y ese camino de ida y
vuelta resultó providencial para mí. Llegado a ese punto, me permití hacer una
pequeña digresión para hablar de la música:
“Y
también me salvó la música, que fue mi primer refugio y desde entonces sigue
acogiéndome, cuando la ocasión lo requiere, para avivar recuerdos o emociones,
para buscar consuelo o darme ánimos. Creo que es ella el arte más puro, más
enigmático, más sensitivo, más esencial, más conmovedor. Y, sobre todo, el más
generoso, porque nada nos pide para emocionarnos, nada nos exige para
estremecernos. Se conforma con que estemos, escuchemos y, como mucho, cerremos
los ojos y nos dejemos llevar a su mundo”, decía. Desde entonces, desde ese
día, vivo con la idea de que fui cicatero en mi homenaje. Porque a pesar de que
el motivo central del día y de la conferencia era el libro, me quedé con la
sensación de que podría haber sido más generoso y, por añadidura, más justo con
ella. Sirvan estas líneas como desahogo aplazado que enmiende mi error y salde
la deuda literaria pendiente.
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(Fuente: Todocolección) |
Y es que cuando la tarde se
transforma, desconsoladamente, en una sucesión de horas y ausencias, y el
corazón, rendido, late al compás de un ritmo de otro tiempo, mi niñez me
visita. Y en esa ensoñación, mi madre está entonando una nana olvidada que no
sé repetir. Es mi primer recuerdo musical, difuso, torpe, pero tan vívido que
escucho ese silencio de su voz. Y sé que está cantando. Vuelvo a sentir a flor
de piel, entonces, la sensación de amparo y de cobijo que ella me transmitía.
Prendido de su sombra, recupero la casa de mi infancia, ahora tan solo pérdida,
ando por sus pasillos como una pena herida, nostálgico fantasma que vuelve a
ese piano y a sus manos para escuchar de nuevo, como nueva, la cancioncilla
amable que tocaba y que a mí me extasiaba. Y veo cómo me mira, me sonríe y se
ensimisma luego tecla a tecla. Y así voy
recorriendo mi mirada de entonces: las
Canciones de la abuelita. Libro-juguete
musical con xilofón incluido, con mi mano pequeña e insegura golpeando la
baqueta de cabeza roja contra sus láminas doradas, mientras canturreo
El martirio de Santa Catalina o
Estaba la pastora, y en la gramola
escucho antiguos discos de pizarra al tiempo que, en otra habitación, suena
Bach y en la contigua
están
The Beatles cantándole al
ayer. Y entrando al dormitorio que hay junto al mechinal, escucho a
Gardel
mientras me recupero de un maldito infiltrado de pulmón y en el último cuarto,
adolescente, me sorprendo penando mal de amores al compás de
Chopin y sus Nocturnos. Es lo bueno que
tienen los recuerdos que, al igual que en los sueños, en ellos puedes
desdoblarte, hacerte ubicuo y estar al mismo tiempo en varios sitios sin que
los años cuenten, ni pesen, ni asesinen. Ellos son lo que fuimos, como nosotros
somos porque son. Ambigua relación de esclavitud en la que carcelero y preso se confunden.
Yo creo que ya cantaba antes de
hablar. Al menos no recuerdo cuándo hablé, pero al ocupar en el dormitorio de
mis padres la cuna de mi hermano muerto,
a veces, ellos
dormidos, me despertaba con la luz que se colaba por las rendijas de la
persiana. Y, quizás aburrido, cantaba. Posiblemente nada, solo intentos
carentes de armonía. Tenía apenas dos años y aún vive entre mis manos ese
querer coger la luz de las mañanas, esa felicidad de no ser nada, acaso un
despertar de notas sueltas que olía a polvos de talco y a ternura. Música al
fin y al cabo. Ahora, según dice mi santa, también canto dormido... A cada uno de mis hijos,
Andrea,
Ángela y
Jaime, les tengo encomendada
una canción para que la apadrinen, carné de identidad con huellas musicales. Mi
santa y yo también tenemos
una desde que éramos novios. No es el mejor carné
para andar por la vida, pero nos sirve a todos para saber qué somos. O a mí me
sirve, al menos, para saber que estamos.
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