Mi cofrade en esta lides y en estas
páginas, Antonio Chacón “El zurdo”, lamentaba, en su primer artículo tras las
vacaciones, haberse encontrado a su regreso la misma situación de estancamiento
político que dejó al irse. No puedo más que unirme a su lamento y, dado que mi
descanso ha sido mayor que el suyo, hacerlo incluso con más énfasis. “Pues eso,
hasta el 3 de setiembre. A ver si para entonces ya tenemos gobierno en firme al
que poder criticar como se merezca”, terminaba yo mi columna prevacacional del 2
de julio. Tururú trompeta, porque todo sigue igual, si no peor. La primera
ocasión para enderezar el entuerto se ha frustrado esta misma semana, y aunque
a la hora de escribir estas líneas la segunda aún no ha tenido lugar, estoy
convencido, sin ser la veedora de Aceuchal, de que también será víctima de la
cerrazón de unos y otros. Y lo peor estaría por llegar, porque si tras las
elecciones vascas y gallegas, (¡ay, las tácticas partidistas), no hay una nueva
sesión de investidura, iríamos a unas
terceras elecciones que, a efectos prácticos, nos depararían una situación muy
similar a las dos anteriores. O sea, que vuelta la burra al trigo y si no
queríamos caldo, tres tazas nos van a dar.
La segunda jornada de la sesión de
investidura, tras el tostonazo monocorde que nos soltó Rajoy la tarde antes,
fue sin duda un muestrario elocuente y palmario del escaso talento dialéctico,
la falta de consistencia argumental y la incultura de la mayoría de los líderes
políticos de esta España de nuestros pecados, y me reafirmó en la impresión de
que algunos de ellos no habían hecho ni puñetero caso al discurso del
candidato, con lo que fueron allí a soltar sus ocurrencias, preelaboradas a
piñón fijo, y a hacer alarde de papo. En cualquier caso, la sesión, por su
mecánica más variada y más ágil, con la posibilidad de réplicas y
contrarréplicas, en algunos momentos incluso me divirtió. Entre otras cosas
porque Rajoy, más fresquito que el día anterior, sacó a relucir en varias
ocasiones su retranca y una ironía ácida y urticante que desencajó a más de
uno, dejó varias pinceladas de su capacidad parlamentaria con las que disfruté
y ofreció una imagen de buen fajador
incluso ante Albert Rivera, coaligado con él para la investidura, que le
dio estopa a base de bien.
Y es que el líder de Ciudadanos
necesitaba hacer el discurso que hizo, enfocado
a justificar ante sus electores y ante la opinión pública su apoyo a
Rajoy tras haberlo dado a Pedro Sánchez en anterior ocasión: Leña al corrupto,
catálogo resumido de las exigencias -palabra varias veces utilizada en su
intervención- arrancadas al candidato y exhibición de su centralismo político
que no le impide pactar a derecha e izquierda cuando el bien de España así se
lo demanda. Me pareció convincente en algunos momentos y excesivamente
pedagógico en otros. De cualquier forma, creo que hay que agradecerle su
evidente falta de sectarismo, que ya es rareza entre esta jarca partidaria
donde la obsesión por el patrimonialismo político e ideológico es genética y,
tantas veces de forma injusta e interesada,
atribuye motivos espurios y mezquinos a lo que no es más que un
ejercicio de libertad y de tolerancia.
Pero, sin duda, quien me espeluznó
de nuevo con una intervención absolutamente pintoresca y desaforada fue el
carismático líder de Podemos, Pablo Iglesias. No sé si confundido por el
síndrome de abstinencia tras un verano de retiro espiritual fuera del ajetreo
político y mediático o, simplemente, porque de la que ve un estrado y un
micrófono no hay quien lo pare, el caso es que nos aventó un mitin que ríete tú
de Lenin arengando a sus tropas en la plaza del teatro Bolshoi. Insultó a quien
se le puso por delante, despreció a vivos, a muertos, al Parlamento como
institución e, incluso, a la gente que dice defender. Y describió un panorama
tan catastrófico y desastroso de la realidad española que hasta me hizo dudar
de si no se le habría ido la olla y en realidad estaba hablando de Venezuela.
Todo ello bajo el amparo impostado y falso de su limpieza de sangre ideológica,
su firmeza revolucionaria, su respetabilidad a prueba de bombas y una firmeza
incorruptible que deja a la altura del betún al brazo de Santa Teresa. Este
hombre es abuelo de sí mismo, que ya es ansia. En fin, la iluminación es lo que
tiene. Y los desvaríos, también. Y la egolatría obsesiva ya ni te cuento,
primo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario