La agonía del que huye, del que
tiene que escapar de su casa, de su pueblo, de su patria, también de su vida,
del que abandona todo lo que ha sido y es para empezar a nacer de nuevo y
tratar de ser otro intentando no dejar de ser él. La angustia de emprender un
viaje cuya esperanza estriba en el solo hecho de hacerlo, porque la meta
es ir más que un llegar incierto,
dudoso, impredecible, a un lugar desconocido y presumiblemente hostil. La
soledad, la soledad terrible de las lágrimas perdidas en las olas de un mar ajeno y propio, amigo y desleal, principio y fin, sepultura y cuna, ilusión y
fracaso... Tecleo estas pocas líneas en el ordenador y me sorprendo haciéndolo.
Poetizar el dolor distante, presentido, asumirlo en un arrebato lírico, es un
intento torpe de no querer asumir la parte de culpa, sobrevenida, que me
corresponde en el desastre tal vez por el simple hecho de vivir. Me sobrecoge
pensar que pueda existir un sentimiento de culpabilidad comunitario, que cada
uno debamos soportar la carga alícuota que nos corresponde en el desastre y en
el dolor ajeno, innominado, en las miradas perdidas, en la sinrazón, en la
injusticia. La huida por la tangente fácil de la emoción es ya en sí misma impresentable
para quien, como yo, ahora, pulsa el teclado de un ordenador en el cobijo dulce
del útero hogareño mientras escucha a Bach pensando que ya es jueves, que el
tiempo apremia, y que mañana viernes debe enviar su artículo al periódico. La
cobardía encuentra excusas, coartadas egoístas para apaciguarse y sacudir sus
pulgas temerosas.
Fundamentalmente, el tratamiento
estéril con que se está abordando el problema no es por una incapacidad
presupuestaria motivada por la crisis económica, sino por una ausencia de
voluntad política para tratar de resolverlo, producto de la crisis ética que
afecta a los gobernantes y, -me temo-, a la mayoría de los ciudadanos europeos.
La felonía no hace más que evidenciar una escala de valores podrida y cochambrosa
que no antepone la vida y dignidad humanas a cualquier otra consideración,
siendo, tan solo, un muestrario aberrante e inmoral de las miserias a las que
podemos llegar. Así que el sufrimiento seguirá ahí, distante, en nuestras
puertas, a pesar de discursos, a pesar de artículos como este, acaso un
desahogo que escribo, mientras escucho a Bach, quizá sin más propósito que
implorar un perdón que no sé quién podrá concederme.
(Todas las fotografías son de Mai Saki) |
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