Durante el mes de agosto, que es
cuando disfruto de vacaciones plenas, o sea, laboral y articulísticamente
hablando, me acerco cada día a los periódicos con disposición más relajada
que en los once meses restantes. Así me ha ocurrido en este último, aunque la abracadabrante
situación de la política española haya llenado sus páginas, hasta el hastío, de
surrealismo y asombros. Sin embargo, en medio del relajo y del desmadejamiento,
hay noticias que se me quedan dentro palpitando, indiferentes ante la
actualidad diaria. Y sé que ahí seguirán, aguijoneándome con sus exigencias de
atención, hasta que un artículo, como este, consiga satisfacerlas y calmarme. En
esta ocasión, son dos las que más revolotean y me alborotan.
Una de ellas es la nueva
rememoración, en el Cementerio Viejo de Badajoz, de aquel 14 de agosto de 1936,
de aquellos fusilamientos, de aquella sinrazón. Apenas tres reflexiones sobre
asunto tan trillado, tan utilizado y tan espinoso: La primera, mi incredulidad
patidifusa de que no haya en el PSOE extremeño alguien con mayor autoridad
moral, con menos apego al tópico y a la demagogia, con mayor conocimiento de
causa, con más credibilidad, con más empaque ideológico, más empatía y más carisma
que Francisco Fuentes Gallardo para protagonizar, año tras año, el panegírico
de la efeméride. Si lo hay, (y espero por nuestro bien que así sea), y este
cargo de showman no es vitalicio, malo. Si no existe, pues apaga y vámonos. La segunda, mi impresión de que hay quienes
confunden la justa exigencia de enterrar con dignidad y con honor a tantos
muertos desperdigados, sepultados de forma ignominiosa y vergonzante por campos
y cunetas extremeñas, con el imposible de intentar resucitarlos y, lo que es
peor, de pasearlos por las calles de nuestra memoria como a zombis
destartalados, haciéndolos símbolos interesados de lo que no representan; la
tercera, angustiosa, mi convencimiento, creo que en absoluto ucrónico, de que
si el desenlace de esta tragedia hubiera sido el inverso, el resultado habría
sido muy similar: Los muertos, tantos, serían del otro bando, sí. Pero la
sangre derramada seguiría siendo la misma.
A los prisioneros que, llegados a
los campos de exterminio nazi, no eran directamente gaseados y cremados, les
tatuaban en el antebrazo un número. En aquel infierno, sería su nombre a partir
de ese momento. Y ahí cerraban los verdugos el infame círculo de su exterminio,
con su deshumanización, despersonificándolos. Algunos supervivientes de esta
barbarie, con la baldía esperanza de olvidar tanto sufrimiento, en un nuevo
intento de empezar a ser, se borraron aquel estigma degradante de su brazo. Yo
no consigo concebir, si no es arrancándosela de su pecho, cómo nuestra pequeña podrá
borrar de su cuerpo esa palabra, ‘idiota’, porque la imagino grabada en lo más profundo
de su corazón.
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