Casi 4 años ha tardado el Tribunal
Superior de Justicia de Cataluña, respondiendo a una demanda presentada por el
médico adjunto de cirugía pediátrica del Hospital Juan XXIII de Tarragona, en
emitir un fallo por el que se suprime el uso exclusivo del catalán en el sector
público. En él se anulan, total o parcialmente, algunos artículos del
Protocolo de usos lingüísticos para el sector sanitario público de Cataluña y
del Protocolo de usos lingüísticos para la Generalitat de Cataluña y del
sector público que depende de ella, que establecían la obligatoriedad de
utilizar el catalán, por principio, en la comunicación, ya sea esta presencial,
telefónica, megafónica o escrita, entre el personal, y entre este y terceras
personas, usuarios o familiares, independientemente de la lengua que utilice el
interlocutor. La sentencia anula dos artículos y enmienda un tercero, poca
cosa, pero, por el tiempo que el alto tribunal ha tardado en evacuarla, ha
debido de ser dificultosísima de elaborar. Tal vez porque, al seguir vigentes
los protocolos de marras en tanto emitían el fallo, a la lentitud congénita de
la justicia en España haya habido que
añadir la dificultad de entedimiento entre los integrantes de la sala, cada
cual expresándose en su lengua vernácula. En cualquier caso, ha sido bien
acogida por, al menos, un número significativo de sanitarios y, sobre
todo, por la mayoría de pacientes de
aquella comunidad que ahora, al menos, no tendrán dificultad para saber qué mal
les aqueja. Lo peor del asunto es que desconocemos cuántas criaturas habrán
muerto en estos cuatro años sin saber de qué coño se morían. O sea, otra más de
las mamarrachadas de estos talibanes paletos a las que, a pesar de su cansina
insistencia casi diaria, no consigo acostumbrarme.
Tan feraz es la capacidad de largar
paridas la de estos individuos que, sin tiempo a recuperarme de lo anterior, me
entero de que un grupo de expertos, a instancias de la Asamblea Nacional
Catalana, ha elaborado un Informe jurídico sobre las posibles consecuencias en
el ámbito penal de la actuación de los funcionarios durante el proceso hacia la
independencia, ¡toma nísperos, Liborio, y calentito ‘pa’ casa! Fue presentado,
entre otros, por Joan Anton Font, que es, como el que no quiere la cosa,
Coordinador Sectorial de Secretarios, Interventores y Tesoreros de la ANC. Pues
bien, la conclusión a la que llegan estos malos remedos de Bartolo de
Sassoferrato es que si los funcionarios catalanes, durante el proceso hacia la
independencia catalana, desobedecieran las leyes españolas o los dictámenes del
Tribunal Constitucional, no cometerán prevaricación, ni dejación de funciones,
ni desobediencia, ni ningún otro tipo de delito que pudiera derivarse de su actuación, ya que
están respaldados por la legislación emanada del Parlamento y del Gobiernos
catalanes, de los que habrán recibido instrucciones “de forma clara, diáfana y
concisa” sobre toda la normativa y acuerdos de Gobierno que conduzcan a la
constitución de la República de Cataluña. Si a pesar de todo ello, los tribunales
españoles abrieran procedimiento contra ellos e iniciaran diligencias
penales... no se me alboroten, no me sean pendejos, que estar investigados no
es lo mismo que estar condenados, y
mientras instruyen o no instruyen, habrá habido tiempo para que la República
catalana haya sido proclamada y todos los expedientes se cancelarían de forma
inmediata. Donde la puerca tuerce el rabo para los pringados que se aventuren a
creer la doctrina penal de estos portentos es que, al partir la misma de un
supuesto jurídico falso, todas las conclusiones a las que pueda llegar carecen
del más mínimo respaldo legal. Con lo que lo que más les vale andar con ojo de
chícharo y escudriñar qué instrucciones les llegan y, sobre todo, de dónde les
llegan, porque las cañas se les pueden tornar lanzas.
En fin, de un tiempo acá me viene
carcomiendo el hipocampo una teoría que, por el bien de todos, y todos
significa todos, espero que sea tan solo la elucubración de una mente a veces
tan embotada como la mía. Y es la de que el componente
más peligroso de estos atorrantes no son sólo sus delirios políticos o sus
afanes independentistas, que también, sino, sobre todo, la capacidad que tienen
para sublimar, trascendiéndola, su absoluta idiotez. Y a ver quién es el guapo
que es capaz de hincar el diente a esa butifarra iluminada.
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