Conocí a Jesús Delgado Valhondo en
el año 1971, cuando era delegado provincial de la Asociación Nacional de
Inválidos Civiles. Yo escribía poesía desde los 13 o 14 años, y eso lo sabía un
amigo común, que fue el que me sugirió que se los llevara para ver qué le
parecían. Así, concertada la cita, me fui hasta la calle Ramón Albarrán, a la
delegación de la ANIC, a hablar con él, llevando bajo el brazo los pocos poemas
escritos hasta la fecha que me parecían medianamente aceptables. Al entrar en
su despacho me encontré con un hombre 40 años mayor que yo, y al salir me fui
con la impresión de que el joven era él. Me desbordó con su calidez, con su
entusiasmo, con su manera de hablar, con su forma de ser poeta hasta cuando
escuchaba. Yo apenas si articulé palabra, apabullado como estaba por su
torrente vitalista, por la facilidad con que transmitía. Quedó en llamarme para
darme su opinión sobre mi incipiente obra. Y sí. Al día siguiente me estaba
llamando. Yo, en aquel tiempo, trabajaba en la relojería de la familia, en la
Plaza de España, así que nada más colgar el teléfono salí pitando para Ramón
Albarrán. Lo primero que me dijo cuando llegué, sin dar tiempo a que me
sentara, fue contundente: “Jaime, tú eres poeta”. Y me entregó la carpeta con
mis poemas: algunos desechados, otros reducidos a un par de versos y los menos,
digamos que manifiestamente mejorables. Yo no entendía mucho el asunto, porque
según iba repasando uno tras otro, la escabechina había sido rotunda. ¿Como
podía ser poeta después de esa masacre? Y entonces, adivinando mi frustración,
me señaló este verso, aquella imagen, esta otra metáfora, el ritmo de tal
poema... “todo esto es poesía”, dijo. Y me dio un consejo que arrinconé cuando
andábamos de recitales y, como poeta, me equivoqué al hacerlo: “Jaime, lee mucho, escribe mucho, pero rompe más. Cuando escribas, ten siempre una papelera a tu
lado. Y nunca olvides que la poesía no es púlpito, es confesionario”. A partir de ahí, misterios de la magia, supe, y él también lo supo, que
la amistad entre los dos iba a durar siempre.
He dicho en más de una ocasión que
la satisfacción mayor que he recibido de
la poesía fue la posibilidad que me dio de poder conocer y amar a
alguien como él. Porque Jesús era poeta incluso dormido. Pasear por Badajoz de
su brazo era descubrir una ciudad nueva cada día, porque él le daba una luz
distinta a cada esquina, un matiz nuevo a cada rincón, una historia diferente a
cada encrucijada. Me enseñó mucho de poesía, de sentimiento, de vida; me
descubrió la profundidad sonora que puede albergar el silencio, la oscuridad
que puede esconder la luz. Me abrió su “almario” de par en par y yo entré por
su casa interior con la libertad generosa que él mismo me concedió. Y, a pesar
de su “genio de postín”, conmigo fue siempre paciente y comprensivo cuando yo
le salía por peteneras. Jesús ha sido, sin duda, la persona más extraordinaria
que he conocido en mi vida.
Y, además, creo que fue el poeta
extremeño más importante del siglo XX y, también, uno de los más importantes de
la lírica española de ese siglo. Y como así lo creo, así lo digo. Su poesía nunca
dejó de crecer. O, al menos, siempre que creció, ahí se mantuvo, arriba.
Posiblemente alcanzó su cima, como bien dice Manuel Pecellín, con Un árbol
solo, una altura de la que no bajó en libros posteriores. Asentada sobre tres
pilares fundamentales, -Dios, hombre, paisaje-, sobre los que vuelve con una
lírica cada vez más hecha, más lograda, más redonda, como a él le gustaba
decir. Y como un círculo que encerrara a esas tres columnas en las que asentar
toda su producción poética, el misterio. Porque Jesús poetizaba los misterios, era un alma limpia y asombrada instalada en
la duda, una interrogación constante. A veces, cuando se quedaba absorto, perdido por sus adentros, me
recitaba de pronto unos versos de Conrado Nalé: ¡Qué sencillo / es a quien tiene
corazón de grillo / interpretar la vida esta mañana!.
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