sábado, 19 de marzo de 2016

JUSTIFICAR LA TORTURA

Los defensores de espectáculos más o menos multitudinarios, más o menos ancestrales, que andan en el punto de mira de una parte de la sociedad,  suelen esgrimir, para defenderlos de aquellos que los critican o los denuestan hasta pedir su abolición, dos argumentos principales: el económico y el cultural. El económico está bien claro. Todo lo que sea aglomerar a miles de personas a lo largo de un día o de varios en una ciudad, supone para la misma un movimiento de dinero importante. Hoteles, bares, cafeterías, restaurantes, comercios, transportes públicos, gasolineras, son beneficiados, en poco tiempo, por un chorro de euros que siempre vienen mejor que bien, sobre todo en estos años indecisos en los que nos encontramos. Si a eso añadimos una estructura empresarial ad hoc, con sus empleos directos e indirectos, para qué te cuento. Y esto sirve lo mismo para un roto que para un descosido, digo, para la final de la Liga de Campeones entre el Atlético de Madrid y cualquier otro equipo, la fiesta de Los Palomos, un concierto de los Rolling Stones o un mano a mano entre José Tomás y Talavante. El argumentario cultural que esgrimen, sin embargo,  ya flojea más en su solidez, porque normalmente suele ser un batiburrillo fuera de contexto y sesgado donde se mezclan churras con merinas o, quizá mejor, corniveletos con capachos.

Días atrás, y es a lo que voy, se celebró en Valencia una manifestación, dizque histórica y multitudinaria, en favor de la fiesta de los toros. Tras una pancarta con ortografía manifiestamente mejorable, se apiñaban toreros, empresarios taurinos, picadores, banderilleros, apoderados, recortadores, ganaderos y aficionados. Finalizado el recorrido, el matador Enrique Ponce leyó una declaración en la que las palabras pueblo, cultura, civismo, libertad, animalismo, salían a relucir con machacona prodigalidad. Dos folios, en fin, para convencer a los convencidos, que ya son ganas de perorar, y en los que no se escatiman exageraciones y falacias como la que sigue: “…500.000 hectáreas de dehesa se mantienen gracias a la cría del toro bravo. ¿Dónde estarían si no esos paraísos, en que (sic) incendio hubiesen desaparecido, quien (sic) las mantendría? ¿En que (sic) fase estaría la desertización de la Península Ibérica?” La conclusión catastrofista que insinúan los interrogantes es tan cierta, sin duda, como el rigor en el empleo de las tildes diacríticas que exhibe el redactor.  Otra paparrucha, que no por repetida deja de serlo, es la invocación a “tantos y tantos artistas e intelectuales de reconocimiento universal que se vieron ganados por la belleza y los valores del toreo”. Pues mire usted, también muchos artistas e intelectuales se sintieron fascinados por Franco y eso no lo eximía de ser un tirano liberticida y criminal, no sé si me explico. Pero cuando el asunto alcanza cotas de aurora boreal es en el momento en que los taurinos sacan a relucir el sermón exculpatorio de su afición, afirmando sin rubor que nadie defiende al toro más que ellos, que nadie lo quiere más. La crueldad del sarcasmo es de una desfachatez que espanta. O, a lo peor, es que tienen un concepto del amor verdaderamente perverso.

En fin, los espectáculos taurinos generarán millones de euros, gustarán a millones de personas en todo el mundo, propiciarán unos campos lustrosos y edénicos, inspirarán las páginas más sublimes de los más sublimes escritores universales, incluso serán, por sí mismos, una excelsa e insuperable exhibición de estética depurada y arte en movimiento. Pero todo lo anterior no puede esconder su esencia salvaje y primitiva: miles de personas jaleando desde las gradas de un circo anacrónico la tortura hasta la muerte, degradante y sucia, de un animal totémico, (por razones muy diferentes a las esgrimidas por estos filósofos de baratillo), y hermoso. Solemnizar la brutalidad, tratar de esconder el martirio entre pasodobles, trajes de luces, adornos pintureros de los matadores y mulillas campanilleras, son ganas de poner puertas al campo, porque el celofán no sirve para ocultar la sangre derramada, ni los aplausos pueden acallar los bramidos de dolor asombrado de los moribundos. Ellos están en su derecho de pregonar a los cuatro vientos la libertad que tienen para seguir matando animales de una forma ignominiosa y sádica, y de tratar de teñir la infamia de esas muertes con una pátina sucia de falsa cultura. Y yo invoco esa misma libertad para decirles que el mantenimiento de esta fiesta, de este ritual bárbaro, de esta celebración de la muerte y el sufrimiento animal, es incompatible con la cultura. Aunque quizá, y me entristece la duda, el confundido sea yo, al creer real la quimera de que vivimos en una sociedad sensible y civilizada.

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