Los defensores de espectáculos más
o menos multitudinarios, más o menos ancestrales, que andan en el punto de mira
de una parte de la sociedad, suelen
esgrimir, para defenderlos de aquellos que los critican o los denuestan hasta
pedir su abolición, dos argumentos principales: el económico y el cultural. El
económico está bien claro. Todo lo que sea aglomerar a miles de personas a lo
largo de un día o de varios en una ciudad, supone para la misma un movimiento
de dinero importante. Hoteles, bares, cafeterías, restaurantes, comercios,
transportes públicos, gasolineras, son beneficiados, en poco tiempo, por un
chorro de euros que siempre vienen mejor que bien, sobre todo en estos años
indecisos en los que nos encontramos. Si a eso añadimos una estructura empresarial
ad hoc, con sus empleos directos e indirectos, para qué te cuento. Y esto sirve
lo mismo para un roto que para un descosido, digo, para la final de la Liga de
Campeones entre el Atlético de Madrid y cualquier otro equipo, la fiesta de Los
Palomos, un concierto de los Rolling Stones o un mano a mano entre José Tomás y
Talavante. El argumentario cultural que esgrimen, sin embargo, ya flojea más en su solidez, porque
normalmente suele ser un batiburrillo fuera de contexto y sesgado donde se
mezclan churras con merinas o, quizá mejor, corniveletos con capachos.
Días atrás, y es a lo que voy, se
celebró en Valencia una manifestación, dizque histórica y multitudinaria, en
favor de la fiesta de los toros. Tras una pancarta con ortografía
manifiestamente mejorable, se apiñaban toreros, empresarios taurinos,
picadores, banderilleros, apoderados, recortadores, ganaderos y aficionados.
Finalizado el recorrido, el matador Enrique Ponce leyó una declaración en la
que las palabras pueblo, cultura, civismo, libertad, animalismo, salían a
relucir con machacona prodigalidad. Dos folios, en fin, para convencer a los
convencidos, que ya son ganas de perorar, y en los que no se escatiman
exageraciones y falacias como la que sigue: “…500.000 hectáreas de dehesa se
mantienen gracias a la cría del toro bravo. ¿Dónde estarían si no esos
paraísos, en que (sic) incendio hubiesen desaparecido, quien (sic) las
mantendría? ¿En que (sic) fase estaría la desertización de la Península
Ibérica?” La conclusión catastrofista que insinúan los interrogantes es tan
cierta, sin duda, como el rigor en el empleo de las tildes diacríticas que
exhibe el redactor. Otra paparrucha, que
no por repetida deja de serlo, es la invocación a “tantos y tantos artistas e
intelectuales de reconocimiento universal que se vieron ganados por la belleza
y los valores del toreo”. Pues mire usted, también muchos artistas e
intelectuales se sintieron fascinados por Franco y eso no lo eximía de ser un
tirano liberticida y criminal, no sé si me explico. Pero cuando el asunto
alcanza cotas de aurora boreal es en el momento en que los taurinos sacan a
relucir el sermón exculpatorio de su afición, afirmando sin rubor que nadie
defiende al toro más que ellos, que nadie lo quiere más. La crueldad del
sarcasmo es de una desfachatez que espanta. O, a lo peor, es que tienen un
concepto del amor verdaderamente perverso.
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