No sé de dónde vendrán ni cuándo
empezaron a hacer estragos en nuestra escritura, pero hay dos reglas gramaticales
fantasmas que me sacan de mis casillas y que cada vez que se las escucho decir
a alguien, normalmente como excusa con la que disimular un patinazo, me entran
ganas de hacer barbaridades. “Los nombres propios y los apellidos no tienen
ortografía”, es una de ellas. “Las mayúsculas no se acentúan”, la otra. Es que
me subo por las paredes sólo con escribirlas, vaya. Para colmo de males, no sé
por qué extraño sortilegio, las dos suelen actuar al unísono, con lo que la coz
es doblemente letal para nuestra sufrida ortografía. Y esta barbarie lingüística
no es exclusiva de una ocasional turbamulta indocta y analfabeta, quita, quita,
sino que está incrustada en todos los estratos de la sociedad, incluida la
propia Administración. Ya dije que el programa contable de la Universidad de
Extremadura, software monopolizado por la llamada Oficina de Cooperación
Universitaria, te indica que cuando se introduzcan datos que lleven nombres
propios, deben omitirse todas las tildes. De modo que Cáceres deviene en “Caceres”,
y Mérida, en “Merida”, por poner dos ejemplos cercanos. Ni que decir tiene que
yo me niego a cumplir esa orden absurda y abstrusa para evitar, entre otras
cosas, ser víctima de un sopitipando con sarpullido incorporado. Aunque hay
algún departamento administrativo que la llevó a extremos estupefacientes y, en
un alarde de regodeo zote, apostillaba sus correos institucionales con la
coletilla de que “en este escrito se han suprimido intencionadamente todas las
tildes”. Pues agárrame esa mosca por el rabo, Elio Antonio de Nebrija.
En todos lados cuecen habas y, sin
llegar al grado superlativo que las redes sociales exhiben en estos despropósitos,
donde encuentras material más que de sobra para, ortográficamente hablando, conformar
un espeluznante museo de los horrores, basta dar un paseo por la calles de
cualquier ciudad española y fijarte en los nombres de sus calles y de sus
comercios, para que te empaches de barbaridades sin opción a disfrutar ni de un
minuto de descanso en el atiborre. Las tildes no existen para sus rotulistas y,
así, descubres que la avenida de “Colon” no debería estar dedicada a un
navegante genovés sino a la “última porción del aparato digestivo de la mayoría
de los vertebrados”; que la Guardia Civil es un cuerpo “benemerito”; que hay un
nuevo continente llamado “America” y un nuevo grado en la escala militar que
son los “alfereces”. Callejeando puedes ver “perfumerias”, “droguerias”,
“relojerias” “opticas”, imprentas “graficas”
donde se hacen “rotulos”, “librerias tecnicas”, “papelerias” ... y un sinfín de extraños establecimientos por
el estilo. Tal es el desasosiego que puede llegar a embargarte que no tienes
más opción que meterte en un bar-“cafeteria” y echarte al coleto una par de
cañas de cerveza que sirvan como talismán contra los malos espíritus que te
rodean. Si eso no da resultado y, presa de la desesperación, decides llamar al
112, resultará que quien viene en tu auxilio no es la Policía, no, es la
“Policia”, ya sea local o nacional, con lo que el remedio, que te apuntilla,
resulta más dañino que la propia enfermedad. Solo puedes ya, rendido e
indefenso ante tanto ataque graneado, refugiarte de nuevo en el bar, seguir con
la ingesta,
y volver a jurar sobre el diccionario de la RAE que, para evitar encorajines
y ataques de ansiedad, caminarás por las calles con la mirada baja, aun a
riesgo de estamparte contra una farola o una señal de tráfico. Y, a mayor
abundamiento, tratando de evitar las consignas que adornan algunos pasos de
cebra, cuya lectura puede nublarte la razón y conseguir que te arrojes debajo
de las ruedas del primer coche que pase.
He leído que cuando se reanude el
curso político, el próximo 13 de enero, Pablo Iglesias pretende presentar en el
Parlamento una Ley de Emergencia Social para garantizar luz, renta, casa,
atención sanitaria gratuita y asistencia a los más desfavorecidos y
dependientes. Una propuesta sin duda loable. Salvando las distancias y cuando los
mínimos para que todo el mundo pueda vivir dignamente se hayan solucionado o, dado
que yo cascaré antes de que se logre, por qué no al unísono, lanzo desde aquí
un llamamiento a quien corresponda para que se articule otra de Emergencia Cultural,
a fin de que nuestras calles dejen de ser un muestrario zarrapastroso y deplorable
de aberraciones ortográficas. Como sé que nadie me hará ni puñetero caso porque
muchos de los que pueden solucionarlo no son conscientes de la importancia de
corregir tanto error, ni tan siquiera, es más, de que tales errores existan,
doy por perdida la batalla. Si consigo que el próximo 25 de enero, que debo
renovar mi DNI, vuelva a llamarme Álvarez en vez de “Alvarez”, me doy por
satisfecho. ¡Ay, Señor, qué cruz!
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