Días atrás he recordado una
anécdota de mi pubertad, de cuando aún hacíamos, entre pandillas rivales,
guerrillas a peñascazos detrás de La Estellesa. Ninguna se saldaba con más
tragedia que alguna pitera pero todas, sin excepción, con la huida vergonzante del
bando perdedor y el cachondeo fanfarrón y prepotente del ganador, que duraba
hasta el siguiente enfrentamiento. En una de esas quedadas descalabrantes en la
que, tras una derrota más que
bochornosa, mis colegas y yo andábamos con ansias de revancha, uno de los
nuestros, quizás harto de escaramuzas, o tal vez impulsado por un sincero deseo
de confraternización y de paz, o acaso
temeroso de volver a sufrir un vapuleo tan catastrófico como el que allí nos
concitaba, decidió acercarse a las líneas enemigas para tratar de convencerles
de la inutilidad de aquellos enfrentamientos. Por más que quisimos disuadirlo y
hacerle comprender lo equivocado de su actitud, él se empeñó en seguir adelante
con tan descabellada empresa, tan convencido como estaba de llevar a cabo una
misión redentora que acabaría para siempre con tanta violencia inútil. Y así
fue que mientras con ademanes histriónicos se despojaba de su carga de piedras
al tiempo que gritaba “¡parlamento, parlamento!”, (ya que el muchacho era así,
más bien repipi y sabihondillo), el inconsciente adalid de la paz se dirigió
con paso decidido, no diré que demasiado marcial, hacia las posiciones rivales.
Nosotros, intuyendo la calamidad que se avecinaba, nos preparamos para un
contraataque que estaba más que cantado. Cantado era poco, porque no bien el
incauto pacifista se hubo acercado lo suficientemente a ellas, y tras la orden
tajante de su jefe, el enemigo inició un ataque furibundo contra él con
intensidad tan enconada, que en un santiamén recibió una andanada de piedras
como jamás habíamos visto en anteriores enfrentamientos. El imprudente salió
indemne de forma milagrosa. No sólo por la supuesta intervención de
San
Tarsicio, que en aquella época creyente alguien invocó, sino porque, alerta
como estábamos y prestos al combate, arremetimos contra los bárbaros con tal
furia desbocada y salvaje que los puso pies en polvorosa antes de que nos
diéramos cuenta. Una vez celebrada la victoria, tras el recuento de heridos y
lesionados, el tontopollas tuvo que salir de najas porque algunos de nosotros
nos dirigimos a él con la intención de darle más de una colleja o incluso, como
demandaban los más coléricos, de escupírsela sin más preámbulos. La verdad es
que se lo tenía merecido, porque fue avisado de la idiotez que quería cometer y
su empecinamiento en la floritura y en el buenismo ñoño nos pudo haber costado
un buen disgusto. En esas situaciones, no querer aceptar la ralea del que
tienes enfrente y empecinarte en la quimera de pensar que las palabras pueden
servir de escudo contra las piedras, solo conduce al descalabro seguro.
Me he acordado de esta anécdota
porque la actitud de este panoli viene que ni pintiparada para hacer un paragón
con la que mantienen, en lo que al terrorismo yihadista se refiere, Pablo
Iglesias y sus variopintos adláteres. Tras el terrible atentado de París y el
anuncio de una respuesta militar contundente por parte de Hollande, ver las
cotas de ridiculez, si no de estulticia, que han alcanzado las declaraciones y
conductas de esta troupe de políticos, advenedizos, espontáneos, exjueces,
exmilitares y “gente de la cultura”, parece que enfrascados en una absurda
competición para ver quién dice la parida o la cursilería más estrambótica, me
tiene todavía pasmado. El paradigma que resumiría toda esta parafernalia
sentimentalista y relamida podría ser el manifiesto “No en nuestro nombre”,
rubricado por los y las “abajofirmantes” de carrera, con algunos y algunas
interinos e interinas recién llegados y llegadas, una acumulación empachosa y
aturrullada de estereotipos, eslóganes y frases hechas que, sibilinamente,
introduce en el mismo saco a víctimas y terroristas en un alarde de
equidistancia que asombra e incluso, como en mi caso, repugna. Con la demagogia
grandilocuente a que nos tiene acostumbrados la peña y el dogmatismo que
rezuman encaramados en la atalaya de una superioridad moral tan falsa como su
discurso, el panfleto no viene a ser sino una muestra más del vacío de unas
propuestas, carentes de toda ilación lógica, que deambulan en una nebulosa
voluntarista y embustera en la que se confunden realidad y deseo. Tan obsesos
andan en el paripé, que incluso nos dicen que “la democracia, los Derechos
Humanos y la aspiración a una paz con justicia no son un camino… sino que
constituyen en sí mismos un camino…”. ¿En qué quedamos, Demóstenes? En fin,
cada vez me convencen menos, si es que eso puede ser posible. De lo que sí
estoy convencido es de que si alguno de estos cuentistas hubiera caído en
aquella pandilla nuestra de entonces, de seguro que habríamos acabado
escupiéndosela. ¡Vaya que sí!
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