En la película Así en el cielo
como en la tierra, José Luis Cuerda nos contó en el año 1995 una historia
delirante que, sin alcanzar la genialidad de su anterior, Amanece que no es
poco, tiene momentos geniales y está también impregnada del surrealismo
exacerbado y la retranca crítica de ésta. La acción se desarrolla en un pequeño
pueblo castellano llamado El Cielo que es, en realidad, el cielo español, dado
que cada país tiene el suyo propio. Así, por ejemplo, el alcalde es Dios Padre
(Fernando Fernán-Gómez), Jesucristo (Jesús Bonilla) su teniente de alcalde y
san Pedro (Francisco Rabal) el sargento de la Guardia Civil. Y el asunto es que
Dios Padre anda deprimido porque “el cupo de blasfemos, ateos y agnósticos” que
había establecido cuando creó el mundo, se había sobrepasado en 1815, con lo
que, a pesar de su paciencia, en el presente la situación resulta ya
insostenible. Por lo que decide engendrar un nuevo hijo que enviará a la tierra
a enderezar el desbarajuste. La mujeres vírgenes del pueblo, una de ellas
“conceptual”, se niegan a engendrar al hijo de Dios, lo que aprovecha
Jesucristo, celoso anticipado de su hermano nonato, para convencerle de que lo
que tiene que hacer es llevar a cabo el Apocalipsis según lo concibió san Juan
el Evangelista (Gabino Diego). El alma de la primera víctima de la hecatombe,
que llega desde “Peñascosa, provincia de Albacete”, es la de Luis Matacanes
(Luis Ciges), y antes de que san Pedro le permita entrar, tiene una
conversación hilarante con él y le explica que ha llegado hasta allí porque el
Apocalipsis le pilló borracho y, presa de la sinrazón etílica, oyó una voz por
sus adentros que le decía: “¡El Apocalipsis, el Apocalipsis…!” Y como ya no
tenía más dinero para seguir bebiendo, pues se dejó llevar. En fin, la cinta,
aunque decae en algún momento, es una maravilla disparatada en la que Dios lee
a Nietzsche y a Sartre; y Jesucristo, que no entiende bien el misterio de la
Santísima Trinidad y, si tuviera un hermano, menos entendería el del “Cuarteto
Divino”, va al psicoanalista, argentino, para tratar de poner en orden sus
neuras.
Pues mira tú que leyendo el rosario
de confesiones estupefacientes con que, me imagino que en correspondencia
unívoca con sus arrebatos místicos, nos ha obsequiado en esta legislatura el
ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, he venido a pensar que el
susodicho no tendría mal encaje en el elenco de este disparate surrealista.
Haciendo el papel de él mismo, por supuesto, sin más esfuerzo que elevar un
poco el tono y dar algo más de vida al deje melancólico y angustioso a que
nos tiene acostumbrados. Y es que este señor, desde que en el año 1991, según
propia confesión, mientras viajaba por EE.UU. Dios salió manifiestamente a su
encuentro, anda confuso y empeñado en mezclar el agua de la política con el
óleo de la religión, y para demostrarlo nos ilustra con unas declaraciones que
bien parecen salidas de un estado de levitación morbosa antes que de una mente
medianamente lúcida y racional. El decir que “vivimos en una sociedad donde el
pecado original está en estado químicamente puro”, que “finalmente Satán se
colocará en el lugar del hombre. Quizá esto sea el Apocalipsis”, o que la
política es “un magnífico campo para el apostolado y la santificación”, son
afirmaciones que, viniendo de un ministro del Gobierno de un Estado aconfesional, como
teóricamente es el español, me perturban. Y no seré yo quien desprecie ni
critique las creencias de cada cual, pero siempre y cuando éstas se mantengan
en el ámbito que les corresponde, porque el individuo, con el poder que tiene,
en uno de sus éxtasis es capaz de invocar cualquier día al ángel de la muerte
y, si le sale bien, la masacre del ejército asirio del rey Senaquerib se va a
quedar chica.
La última perla la ha soltado en
una entrevista concedida a La Vanguardia el pasado jueves. Como era de esperar,
dada su cercanía con las altas instancias del espíritu, nos confiesa que él
también tiene su ángel de la guarda. Lo llama Marcelo y dizque le ayuda en las
grandes cosas, pero también en las pequeñas, como aparcar el coche. Hay que
ver, con el poderío que en mis tiempos tenían los ángeles de la guarda y ahora,
ya ven, de gorrillas. Pues a ver quién es el guapo que, a partir de este
momento, tiene el valor de afirmar que el PP, en estos cuatro años, no ha precarizado
el empleo en España. Pero, hombre, si lo ha hecho hasta en la mismísima corte
celestial… ¡Qué pena, pobre angelito mío!
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