En tiempos de Maricastaña, cursando
yo el “Preu” en el Instituto Zurbarán, ¡bendito sea su recuerdo!, teníamos un
profesor de historia bastante peculiar. Acostumbrados a doña María Bourrelier,
que nos ilustraba incluso sobre las cagadas de mosca en la cuadros de
Velázquez, este señor, además de explicar más bien poco, nos cargaba de un día
para otro con una cantidad de temas de estudio que a todos nos parecía
excesiva. De modo que le organizamos una pequeña rebelión. Y una mañana, al
llegar al aula, la encontró vacía. Nosotros estábamos en los soportales
tratando de elegir al portavoz que sería el encargado de hacerle llegar
nuestras reivindicaciones. En esas andábamos, insuflados de ardor
contestatario, cuando apareció en la puerta. Sin nadie elegido para ser nuestro
vocero, de forma atropellada y caótica le expusimos nuestras quejas. Ordenó
silencio y, con voz pausada, nos dijo algo así: El alumno no habla con el
profesor, fuera del aula, de los problemas surgidos dentro del aula. Entremos en
clase. Y eso hicimos. Ocupamos nuestros asientos y, antes de que pudiéramos
reaccionar, remató la faena: Debéis saber que el alumno en el aula está en
silencio y sólo hablará si el profesor le ha concedido antes permiso para
hacerlo. Y ese permiso les ha sido denegado a ustedes por este profesor.
Pónganse a repasar los temas de hoy porque, de aquí a diez minutos, deberán
hacerme una redacción sobre todos ellos. Como esperábamos, la escabechina que
hizo fue de órdago. No se salvó ni el apuntador. Y en el campo de batalla,
plagado de suspensos, quedaron masacradas nuestras ansias de protesta y
rebeldía.
Aunque el último en dar el cante ha sido el actual ministro de Justicia, (retomando el debate iniciado por su anterior en el cargo, ese viscoso individuo de infausto recuerdo llamado Gallardón), al exponer,
dizque a nivel de reflexión personal, la posibilidad de sancionar a los periódicos que difundan información reservada, no es la clase política la única que detenta en exclusiva el sarpullido liberticida. La liebre de la intolerancia puede saltar de entre los pies de cualquier personaje o personajillo, sin distinción de clase, sexo, religión u oficio, aunque, por regla general y salvo determinados casos muy puntuales, todos ellos suelen compartir un grado de idiocia que rebasa la línea de lo aceptable y un extraño complejo de falsa superioridad que se retroalimenta de sus propias miserias morales. Bien sea un médico arrogante o una funcionaria “mea poquito”, un juez tan puntilloso como sus puñetas o una periodista marisabidilla, un don nadie con ínfulas o una actriz de tercera, cualquiera puede ser presa de la soberbia cegadora de creerse lo que no es, y considerarse paradigma de su profesión, confundiendo de esta forma la parte, ínfima y despreciable tantas veces, con el todo, y la crítica legítima a sus dislates con el ataque injusto. Y, obnubilados, acaso argüirán en su demanda de justicia, por seguir con los ejemplos anteriores, que la crítica hacia ellos es, en realidad, un ataque a la Medicina, a la Administración, a la Justicia, al Periodismo, al Pueblo o al Teatro. Todas así, con mayúsculas, para equipararlas a la magnitud de sus delirios. En fin, personas verdaderamente grotescas y, si no fuera por la ruindad que albergan sus propósitos, dignas de la mayor lástima.
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