sábado, 2 de mayo de 2015

LIBERTAD DE EXPRESIÓN

En tiempos de Maricastaña, cursando yo el “Preu” en el Instituto Zurbarán, ¡bendito sea su recuerdo!, teníamos un profesor de historia bastante peculiar. Acostumbrados a doña María Bourrelier, que nos ilustraba incluso sobre las cagadas de mosca en la cuadros de Velázquez, este señor, además de explicar más bien poco, nos cargaba de un día para otro con una cantidad de temas de estudio que a todos nos parecía excesiva. De modo que le organizamos una pequeña rebelión. Y una mañana, al llegar al aula, la encontró vacía. Nosotros estábamos en los soportales tratando de elegir al portavoz que sería el encargado de hacerle llegar nuestras reivindicaciones. En esas andábamos, insuflados de ardor contestatario, cuando apareció en la puerta. Sin nadie elegido para ser nuestro vocero, de forma atropellada y caótica le expusimos nuestras quejas. Ordenó silencio y, con voz pausada, nos dijo algo así: El alumno no habla con el profesor, fuera del aula, de los problemas surgidos dentro del aula. Entremos en clase. Y eso hicimos. Ocupamos nuestros asientos y, antes de que pudiéramos reaccionar, remató la faena: Debéis saber que el alumno en el aula está en silencio y sólo hablará si el profesor le ha concedido antes permiso para hacerlo. Y ese permiso les ha sido denegado a ustedes por este profesor. Pónganse a repasar los temas de hoy porque, de aquí a diez minutos, deberán hacerme una redacción sobre todos ellos. Como esperábamos, la escabechina que hizo fue de órdago. No se salvó ni el apuntador. Y en el campo de batalla, plagado de suspensos, quedaron masacradas nuestras ansias de protesta y rebeldía.

Eran otros tiempos, otras circunstancias, pero a pesar de todo lo llovido desde entonces y de todas las nieblas dictatoriales disipadas, hay gente que parece vivir aún en la edad oscura y esto de la libertad de expresión, sea crítica, informativa u opinante, no lo tiene muy claro. Y así, al sentirse aludidos o reflejados cuando otros la ejercen, en vez de reaccionar haciendo uso de esa misma libertad que les asiste, lo hacen pretendiendo cercenar la del prójimo, en un intento patético de querer matar moscas, sean estas cojoneras o no, a cañonazos. No se echan mano a la pistola como confesó que hacía aquel nazi energúmeno, (valga el pleonasmo), cuando oía la palabra cultura, pero sí tiran de demanda o de denuncia como pedorros incontinentes.

Aunque el último en dar el cante ha sido el actual ministro de Justicia, (retomando el debate iniciado por su anterior en el cargo, ese viscoso individuo de infausto recuerdo llamado Gallardón), al exponer,
dizque a nivel de reflexión personal, la posibilidad de sancionar a los periódicos que difundan información reservada, no es la clase política la única que detenta en exclusiva el sarpullido liberticida. La liebre de la intolerancia puede saltar de entre los pies de cualquier personaje o personajillo, sin distinción de clase, sexo, religión u oficio, aunque, por regla general y salvo determinados casos muy puntuales, todos ellos suelen compartir un grado de idiocia que rebasa la línea de lo aceptable y un extraño complejo de falsa superioridad que se retroalimenta de sus propias miserias morales. Bien sea un médico arrogante o una funcionaria “mea poquito”, un juez tan puntilloso como sus puñetas o una periodista marisabidilla, un don nadie con ínfulas o una actriz de tercera, cualquiera puede ser presa de la soberbia cegadora de creerse lo que no es, y considerarse paradigma de su profesión, confundiendo de esta forma la parte, ínfima y despreciable tantas veces, con el todo, y la crítica legítima a sus dislates con el ataque injusto. Y, obnubilados, acaso argüirán en su demanda de justicia, por seguir con los ejemplos anteriores, que la crítica hacia ellos es, en realidad, un ataque a la Medicina, a  la Administración, a la Justicia, al Periodismo, al Pueblo o al Teatro. Todas así, con mayúsculas, para equipararlas a la magnitud de sus delirios. En fin, personas verdaderamente grotescas y, si no fuera por la ruindad que albergan sus propósitos, dignas de la mayor lástima.

Por continuar teorizando, diré que cada cual es muy dueño de hacer el ridículo como mejor le parezca, o de echar gasolina a un fuego que, sin ella, no hubiera pasado de llamarada, incluso de enmascarar sus rencores y mezquindades envolviéndose en la capa que tenga más a mano, llámese ésta dignidad, patria, región o bandera. Pero al final acabará como el protagonista del cuento “El traje nuevo del emperador” que, víctima del engaño de Guido y Luigi Farabutto, desfiló desnudo por calles y pasillos creyéndose vestido con sus mejores galas. Sobre todo y a mayor abundamiento si, obcecado en la tarea disparatada de querer matar moscas, sean éstas cojoneras o no, a cañonazos, no tiene en cuenta que el rebufo del cañón puede dejarle chamuscado y con las vergüenzas al aire.

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