Al final me va a ganar la partida.
Porque por más que lo intento soy incapaz de sustraerme al morbo de sus
necedades y, por más que me propongo ignorarlo y apartarlo de mí, la atracción
malsana que me producen sus estrafalarias salidas de pata de banco es superior
a las advertencias de rechazo que mi sensibilidad y mi juicio me dictan.
Incluso, a pesar de mi agnosticismo, antes de leer los periódicos, ya sea en
papel o digitales, echo mano de un detente y de una estampa de Fray Leopoldo de
Alpandeire, con reliquia incluida, rescatados de mi cajón de sastre, y efectúo
un sortilegio casero y esperanzado repitiendo hasta tres veces “¡Atrás enemigo,
que el Corazón de Jesús está conmigo!”. Pero ni por esas. Hocico como un
cochino cebón en la idiotez de sus teatralidades ridículas y sonrojantes. Veo
su nombre en la prensa, lo escucho en la radio o se me aparece en carne mortal
en la televisión, y ahí me quedo pasmado yo, hipnotizado, estupefacto, presa
del desasosiego, al ser testigo de su
carrera hilarante de una tontería a otra mayor, mientras se regodea, orondo, en
sus patochadas. Parafraseando el tango de Gardel y LePera, me da la impresión
de que el tipo va cuesta abajo en la gansada. Y no hay quien lo pare. Porque
los que podrían hacerlo, o al menos intentarlo, lo jalean y lo aplauden como
panolis. Si así actúan por convencimiento, ya sería preocupante por aquello de
la pandemia de idiocia, pero si lo hacen mayormente por asegurar pesebre y
prebendas, estaríamos en manos de gente de una catadura moral y de una honradez
política muy poco recomendables. O con un cociente intelectual y una capacidad
de discernimiento que harían Nobel al que asó la manteca. Lo cual, que Dios nos
coja confesados porque no hay escapatoria posible.
Hay un programa en no sé qué cadena
de televisión que se llama Vergüenza ajena, por el
que desfilan una serie de
individuos e individuas a cual más gilipollas. Haciendo alarde de que lo son y,
por lo que se ve, satisfechos de su condición de tales, se entretienen
intentando imposibles y desafiando las leyes de la física, con lo que consiguen
darse unos morrazos espectaculares y, en ocasiones, espeluznantes. Cada vez que
lo veo, zapeando, casi de soslayo, asocio ideas y me angustio. Porque, salvando
las distancias, la mecánica es la misma: Hacer patochadas para lograr la
atención, aunque eso les suponga un descalabro. Incluso cuando lo estrafalario
de la puesta en escena solape la intención final de la aventura y los
espectadores, quizá poco perspicaces, o quizá no, se queden sólo con la cáscara
del disparate. Con lo cual el cacharrazo es una pérdida de tiempo para el que
lo ve, al que, siendo benévolo, tan sólo le suscita una conmiseración
condescendiente, pero mucho más para su protagonista que, buscando admiración,
lo único que consigue es el rechazo que produce la idiotez de un chirrichote
que se cree bendecido por los dioses. Y el cachondeo del respetable.
Nos queda una semana de campaña
electoral y, de seguir esta tendencia imparable camino del papanatismo más
sublime, me temo que lo peor está por llegar. El fin de fiesta puede superar
los límites de la imaginación más calenturienta, obcecado como está el
pretendiente en superar, día a día, la penúltima bobada. Visto con perspectiva,
la imagen del cheli fosforito trotando desemblantado por los campos extremeños
entre alcornoques y encinas, resulta casi inofensiva comparada con la tralla de
chorradas que ha venido después. La tragedia reside en el hecho de que por cada
escalón que él sube en su esperpéntica escalera, la imagen de Extremadura lo
baja camino del ridículo más bochornoso. Y a ver cuánto tiempo y esfuerzo nos
cuesta, y cómo nos limpiamos luego las paletadas de mugre que se nos están
viniendo encima sin comerlo ni beberlo. He llegado a pensar, (aunque conociendo
la torpeza supina del director político de la campaña me cuesta trabajo
creerlo), si toda esta estrafalaria mandanga propagandística no sea
consecuencia de la simpleza intelectual de sus urdidores, sino producto de un
plan maquiavélico y medido para que nos zampemos el pellejo y despreciemos la
chicha, para que aventemos el trigo y nos quedemos con la paja, para
deslumbrarnos con el artificio y la cohetería e impedirnos, así, ver con
nitidez la realidad.
Una de las ocurrencias con las que
nos han sobresaltado, presentada como única y pionera en el mundo mundial de la
comunicación política, es el slogan “Votes lo que votes. Escucha tu corazón”.
Aparte de la singularidad sintáctica de colocar un punto y seguido donde
debería ir una coma, la cosa rezuma una cursilería y un amaneramiento de
telenovela cutre que tira para atrás. En su presentación ante los medios, el
director de campaña, con atildadita informalidad indumentaria, insta a los
ciudadanos a que votemos ‘desde el sentimiento, con el corazón’. Visto el
panorama, quizá hubiera sido más acertado que nos instara a que lo hiciéramos
con el culo. Aunque no hay que perder la esperanza de que así lo haga, que
todavía queda una semana hasta el 23. Y eso sí que sería la releche, primo.
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