Mientras escribía el artículo de la
semana pasada sobre el problema griego, bullía en mi cacumen, en esa zona donde
albergamos el sentido del humor que nos pone a cubierto del desánimo, el tema
de los gorrones. Digo de los cotidianos, de esos que alguna vez hemos tenido
que soportar con nombre y apellidos o incluso de forma anónima y colateral. Cuando se te acerca un ejemplar de
esta especie, bien directamente, bien adherido a un tercero conocido, ahora cómplice
involuntario, y, al engatuse, sin ser Montoro, te nubla el entendimiento con su
embauco sacacuartos para dejarte el bolsillo tiritando y la cara de tonto en lo
alto, estás tú como para acordarte de Tsripas, de la deuda griega o de la madre que los parió. La
inmediatez del ataque sablista te hace olvidar la transcendencia de lo
supranacional e, incluso, de lo
intergaláctico, porque andas concentrado en el reniego y en el ‘¡maldita sea mi
estampa, la cara que tiene el tío este!’.
El DRAE define gorrón como aquél que
tiene por hábito comer, vivir, regalarse o divertirse a costa ajena. Nada que
objetar al respecto, faltaría más. Pero dado que, al fin y al cabo, se está
hablando de miserias humanas, podría añadirse al estigma definitorio una
coletilla que lo hiciera más matizado, más trompetero, cual puede ser: “...
haciendo de este hábito, en ocasiones, razón de su existencia”. Hay muchas
especies distintas dentro de la familia gorrona, pero voy a referirme sólo a la
más conocida, la que más prolifera, aquella de la que somos víctimas en más
ocasiones: El chupón de barra. Ese que te gañotea con desparpajo el café
mañanero o las cañas del mediodía; o el que se escabulle como un lirón careto justo
antes del pago; o el que estando solo bebe vino peleón y cuando le invitas se
vuelve sumiller tres tenedores y se
avienta un gran reserva que te deja la cartera llorando. De esos he conocido yo
unos pocos a lo largo de mi vida. Afortunadamente, los años me han dado el
coraje suficiente para espantarlos de mi lado una vez descubiertos. Unas veces
con indirectas, otras con un ataque frontal y expeditivo.
Para mí, de entre ellos, el
paradigma de esta familia mamona es un exfuncionario de la universidad, docente
para más señas y ahora no sé si emérito, que estaría de Dios, Leopolda. Apodado
Gandhinus por el grupo de iniciados, no había celebración que perdonara, ya
fuera boda, cumpleaños, patrón o ágape académico de cualquier índole. Allá se
presentaba él, como el gato resucitado al olor de las sardinas, con sus
guedejas pringosas y su salivilla en la comisura de los labios, a dar buena
cuenta de las viandas
ofrecidas que devoraba a una velocidad increíble. Mientras
duraba la cuchipanda, hacía un barrido de platos espectacular, yendo de mesa en
mesa con la boca siempre llena y demostrando una pericia zampona vertiginosa,
fruto, sin duda, de muchos años de aprendizaje. No contento con llenar su panza
a rebosar, iba siempre provisto de una o más bolsas de plástico en las que, a
los postres del convite, introducía los restos del naufragio (jamón, queso,
aceitunas, bollos de pan...), que se llevaba a su guarida. Posiblemente, el ser
más miserable que haya tenido la desgracia de conocer. El tipo, por otra parte,
demostraba tener menos dignidad que un mojón de carretera. Pero ya se sabe,
como dice el refrán, “muera el gato, muera harto”.
Otro que no le va a la zaga es también
funcionario de universidad. Esta vez diré que no docente, para que mi amigo
Agustín, gran degustador de café con aceitunas, no me tilde de sectario. Dejé
de saludarle por los pasillos después de que por tres veces no contestara al
mío. Según me dijo no hace mucho, de forma impertinente y algo alterada, no lee
periódicos de ningún tipo ya que ‘todos son mierda’. Como si a mí me importara
lo que
pueda leer o no el individuo. En cualquier caso, me imagino que habrá
cambiado de parecer o habrá hecho una excepción conmigo, porque esta semana ha
publicado en estas páginas una crítica a mi último artículo, al que calificaba
de simplista o simplón, no recuerdo bien y bien poco me importa. Aprovechaba
para solidarizarse con los griegos apelando a un humanismo ramplón y tópico, no
sé si por convencimiento ideológico o, (por ahí me inclino más), al sentirse
identificado y, por tanto, aludido, por el calificativo de ‘gorrón’ que aparecía
en mi escrito. No estaba pensando en él, pero él quizás sí. La relación más
cercana que tuve con el susodicho fue hace años, cuando después de tres días
bebiendo tubos gratis que, entre otros, pagaba un servidor, le insté a que se
retratara, ‘pagadoramente’ hablando. Me soltó un rollo de la precariedad del
becario y la injusticia de sistema que corté de raíz. Llamé al camarero, le
dije que me devolviera el importe del tubo de cerveza que él se había bebido y que
tuvo que abonar, y lo invité, sí, a hacer la revolución que quisiera. Pero no a
mi costa, por supuesto. Porque hasta ahí podíamos llegar, Varoufakis.
1 comentario:
Buen comentario sobre los gorrones.
Me he divertido mucho con su lectura,he pasado un buen ratito.
Un saludo.
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