Ahora viene, de nuevo, el
desencanto. Las aguas turbias traen de vuelta desde el pasado una sensación que
parecía superada después de años viviendo en la ilusión recobrada, porque en
determinadas situaciones el optimismo solo sirve, al cabo, para abrir la puerta
por la que se cuela la desesperanza como un viento helado y recurrente, y así el
hormigueo del desánimo recupere carta de naturaleza. De un tiempo a esta parte
vuelvo a sentir en el estómago ese nudo asfixiante de la decepción, esa
angustia de constatar que España es una patria condenada a devorarse a sí misma,
un país en el que la clase política, ciega y obcecada, anda en un permanente ensayo
de canibalismo, siempre empezando a ser para no acabar siendo nunca mientras, torpe
y ensimismada, vuelve a caer en los mismos errores, en el mismo egoísmo ausente
de siempre, en el mismo extrañamiento de la sociedad a la que dice entregarse.
Estoy hastiado de esta pléyade mediocre de sacamuelas, de su pose hipócrita de
sacrificados servidores del bien común, y de las peroratas rancias que nos
arrean desde el púlpito de un supuesto liderazgo moral tan artificioso y falso
como lo es su empatía con el pálpito que late en las calles, ajenos como están
a todo lo que no sea su propio ombligo y el mantenimiento de su estatus... En
fin, perdón por esta jeremiada introductoria, por este desahogo terapéutico,
pero en mi descargo he de decir que ayer viernes cumplí 62 castañas y quizás el
paso de los años, que estrecha el tiempo y magnifica los recuerdos, me haya
cogido esta vez más flojo, algo más cansado o, simplemente, más hasta los
mismísimos albarillos de toda esta patulea de continuos principiantes, que andan
trastabillando y dando palos de ciego a costa de nuestras vidas y nuestras
haciendas.
Y es que llevamos una temporadita
(crisis del ébola, sainete catalán, tarjetas negras...) en la que leer
periódicos, escuchar noticias o ver telediarios me ha supuesto vivir en un
estado de constante sobresalto, yendo de la indignación al pasmo y del
abatimiento a la ira como un muñeco del pimpampum. La ralea de personajes
estomagantes y despreciables que han desfilado por páginas y pantallas ha sido
la repanocha. El elenco es para arrasar en los premios Golden Raspberry sin
despeinarse: un consejero de Sanidad zampabollos y bocazas; una ministra del
ramo inútil y a punto de arrojar la literalidad de su apellido sobre ciudadanos
inocentes; políticos de ideología y partidos dispares, sindicalistas de diverso
pelaje y empresarios de alta y baja estofa, insaciables, capitaneados por un ex
ministro taimado y un viejo-verde lechuguino y prepotente, enfrascados al
alimón en el trinque tarjetero con un desparpajo y una desfachatez que ni el
Dioni; un presidente de la Generalitat pelele y alucinado, jugando a ser el
miramamolín de un país forjado a imagen y semejanza de sus delirios de grandeza
y caudillaje; un expresidente de lo mismo, trincón y embustero, con una ristra
de hijos que dejan a los Dalton en pañales y, envolviéndolo todo como una
costra pegajosa y cutre, un rezume permanente de incapacidad y de pringue que
te deja en la boca el sabor acre de lo irremediable, la sensación de que
nuestra suerte está echada porque lo nuevo viene cargado de lo que ya pasó y
(ahí es donde la puerca tuerce el rabo) ansioso por repetirlo. Maquillado y a
la moda, pero cateto y antiguo. Se repiten esquemas, soluciones, actitudes, de
tal manera que escarbas un poco en la superficie de tanta parafernalia novedosa
y sólo hallas más de lo mismo. Un rodeo florido y engañoso para volver al punto
de partida en el que te encuentras con las telarañas y el moho de siempre.
Aprovechando el ruido de campanas y
para acabar de completar el cuadro patético de esta realidad encorsetada y
fatal, sólo faltaba la aparición de un grupo, de un partido que lo es sin
serlo, de unos círculos que, comandados por los nuevos profetas de la esperanza
y la felicidad, prometen arreglar este cotarro haciendo tabla rasa. Tienen la
fórmula mágica para acabar con todos los problemas que afligen al país gracias
a un cóctel ideológico, de lo más novedoso sin duda, mezcla de
estalinismo-leninismo-trostkismo, democracia bolivariana, libertad castrista,
participación ciudadana y unas gotas de angostura, perdón, unas gotas de
acracia sui géneris, que acabará con el paro, la desigualdad social, la deuda
estatal, la corrupción y la casta, todo del tirón. Jauja, vamos. Y aunque
ellos, por motivos obvios de conservación y supervivencia, no hablan de caspa,
me recuerda este embaucamiento de charlatanes a la película Por mis pistolas,
de Cantinflas. En ella interpreta a un boticario de un pueblo mejicano,
Fidencio Barrenillo, que le da a beber a un parroquiano una pócima que no la
supera ni el bálsamo de Fierabrás. El potingue, según el talentoso boticario,
es válido para curar “la agrura, los vómitos, el mal de espanto, el mal de ojo,
la bilis, los riñones, el recargo intestinal, las anginas de pecho y
erupciones, los tabardillos, la ‘garraspera’, el dolor de cabeza, el dolor de
muelas y el dolor de estómago. Y para el mal de San Vito, la pulmonía, los
soponcios, el chorrillo, granos, torzones y hasta para la caspa, que se cae con
todo y pelo”. Su nombre científico es nada menos que el de “Agua Límpida
Milagrosa”. Pero lo que en realidad le estaba dando al incauto era tan sólo
bacanora. O sea que si ganan estos magos del cuento, nos veremos en su paraíso
todos calvos y borrachos. Dada mi alopecia, la mitad del camino yo ya lo tengo
hecho. Pues el que venga detrás que arree.
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