Se me vinieron de golpe
sus tardes y mis recuerdos
cuando vislumbré la muerte
en los ojos de mi perro.
Hay, en la historia de cada cual,
fechas malditas, odiables, envueltas en la neblina o en la certeza de la
angustia. Al menos, amontonadas a lo largo de los años, yo acumulo varias,
demasiadas. El 17 de setiembre, por culpa de un sueño recurrente y terco que me
atormentó durante una larga temporada, es una de ellas. La pesadilla, opresiva,
desapareció de mis noches tal como había venido, pero el día quedó grabado en
mi cerebro y cada año, cuando llega, mi aprensión adquiere la forma de un desasosegante
y prolongado mal presentimiento. Hasta este año todo había sido nada y del
presagio solo me quedaba la resaca insegura de una inquietud renovable y anual.
Hasta el último miércoles, en que ese 17 fatídico adquirió trágica carta de
naturaleza.
¿Se acuerdan de mi perro, Chaqui?
En un artículo publicado en estas páginas el mes de diciembre pasado hablaba de
su historia: de cómo hace más de trece años apareció, asustado y esquelético,
en la cancela de nuestra casa; de cómo logramos, con paciencia franciscana, que
confiara en nosotros hasta que accedió a formar parte de nuestras vidas, de
nuestro aire y de nuestra familia; de su espíritu indócil y libre, rebelde y
único, que le hacía rechazar cualquier tipo de collar o de arnés que oprimiera
sus ansias de viento y vida. Feliz persiguiendo gallinas y destrozando aspersores,
al menor descuido escapaba de los límites del jardín, demasiado estrechos para su
corazón y, sordo a nuestras llamadas, regresaba a casa cuando su santa voluntad
así lo quería. Le cantaba a la luna con un ladrido sordo y prolongado y las
orejas tiesas como escarpias, igual que un trovador romántico e iluso. Cuando
llovía, ya fuera a mares o livianamente, se tumbaba en el césped y disfrutaba
dejándose empapar, igual de imperturbable que una estatua. Se divertía
viviendo, feliz, despreocupado, y así contagiaba de vida nuestro jardín y
nuestros corazones. Envejeció bien, con dignidad, llevando con resignación las
limitaciones que los años habían impuesto a sus fuerzas y, sabiamente, supo
adaptar el ritmo de sus arranques a unas posibilidades cada vez más mermadas.
Si acaso, en su mirada, podría adivinarse un deje de añoranza, un algo de
melancolía mientras miraba, quizás al tiempo de recordar su juventud exultante,
la marcha de las nubes o las piruetas traviesas de los gorriones nuevos. Pero
nunca fallaba recibiéndonos o diciéndonos adiós pegado a la cancela. Era un
viejo mimoso y entrañable, mi buen Chaqui. Y adoraba a mis hijos como pudiera
hacerlo un hermano mayor.
Vivió dichoso hasta este mes de
julio en que empezó el declive, lento pero constante. Cada vez más inmóvil, más
triste, menos él... Irregular en su evolución, alternaba días de postración con
otros en que parecía que la sombra de la muerte se hubiese disipado. Pero de
cada recaída salía con menos vida. El martes 16 lo encontramos tumbado debajo
de la morera, respirando de forma agitada y convulsa e incapaz de mantener la
cabeza erguida. Parecía insensible a mis caricias y a mis palabras hasta que,
tal vez exhausto por una batalla tan cruel como desigual, la respiración
adquirió un ritmo sosegado y se durmió. 24 horas después seguía en el mismo
sitio y casi en la misma postura, acaso algo más contorsionada. Sus ojos,
perdidos en los míos, me corroboraron que no había nada que hacer. Mi hija
Ángela, (pobre mía), llamó a la clínica para que vinieran a terminar con su
agonía. Me arrepiento de haber tardado tal vez demasiado en tomar la decisión,
al tiempo que lo hago de no haber tenido paciencia para esperar un poco más. Y
me arrepiento, sobre todo, de no reunir el coraje suficiente para acompañarlo
mientras moría, seguro como estoy de que él lo hubiera hecho. En el furgón que
habría de llevárselo para siempre lo acaricié,
lloroso, mientras le decía adiós, y quise ver en su mirada una rendición
consciente y agradecida, agotado ya de lucha sola y de tristeza suya. Antes de
cerrar la puerta, sabedores los dos de que no volveríamos a vernos, me miró por
última vez, dulcemente, como apiadándose de mí y de mis lágrimas. Viendo cómo
el coche se alejaba hacia el gris de la tarde y de su ausencia, recordé este
hermoso poema de Yupanqui, mi Valhondo del otro lado del mar, dedicado a su
viejo caballo, su alazán, en una situación similar a la que yo sufría ahora: “Inmóvil
y de pie, sobre una loma, / manteníase apenas. Su figura / parecía evocar con
desventura / su antiguo tiempo de potranca y doma. / Por entre un pastizal de
blando aroma / me acerqué a contemplar su desventura. / Sólo a su lado mi
piedad segura / y el vuelo ocasional de una paloma. / Miré su pelo sucio,
deslucido, / su belfo triste, su mirar vencido, / todo eso suyo de animal
hundido. / Y al contemplar su soledad serena / sentí que estaba, como yo en el
mundo, / sin más sostén que el de su propia pena”.
5 comentarios:
yo también he pasado por ese momento y lo pase muy mal, hace cuatro años hoy que nos dejo mi perro y estoy con los ojos vidriosos recordandolo. Un saludo
Felicidades Jaime, hoy me siento un poco más humano al leerte. Los que disfrutamos de un perro nos identificamos perfectamente con tu artículo. Saludos.
El anterior comentario, Jaime, es mío. No sé por qué aparece como anónimo. Pepe Morán
Muy bonito y muy sentido comentario.Sé lo que se siente,pasé por ello.
Un abrazo.
Ciertamente un gran perro este Chaqui. Mis condolencias.
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