A pesar de los diez años
transcurridos, el horror sigue ahí. Como un recuerdo pegajoso y gris, como una
tupida tela de araña que rodea el corazón y hace revivir la angustia. José
María Fernández, profesor titular de literatura española, ahora jubilado, de la Universidad Rovira i Virgili de
Tarragona, burgalés, magnífico articulista, Quijote contra la dictadura lingüística
catalana y crítico incansable del nacionalismo mezquino y excluyente (valga el
pleonasmo) que estilan los torpes políticos (valga un segundo pleonasmo) que
gobiernan allí, con el que sigo relacionado vía Internet, me había invitado a
participar en unas jornadas de literatura organizadas por su Departamento. Yo
debía intervenir el día 10 de marzo, con una conferencia sobre poesía social en
Extremadura, de manera que llegué el 9 a Tarragona con la intención de volverme
el mismo día 10 en tren nocturno hasta Madrid para, en la estación de Atocha,
embarcar en el Talgo la mañana del 11 y llegar a Badajoz ese día a la hora de
comer. Pero, afortunadamente, a última hora decidí cambiar el billete, y dormí el 10 en Tarragona, saliendo para
Madrid a las ocho y algo de la mañana siguiente que lucía espléndida y soleada.
La tragedia allí ya había explotado, pero todos en el tren lo ignorábamos.
Yo, en aquel tiempo, tenía un
teléfono móvil prehistórico que se apagaba cuando mejor le parecía y en los
momentos más inoportunos, que sonó al poco de arrancar el tren. Era Martín,
compañero (este sí) de la Uex. Él me dio una primera noticia, todavía confusa y
mínima de la catástrofe. Me costó creerlo. Y me maldije por haber metido en la
maleta, y no en la cartera de mano, el pequeño transistor que siempre me
acompaña en mis viajes y que podría haberme mantenido informado. A trancas y
barrancas conseguí comunicar con mi familia, que ignoraba mi cambio de planes y
me suponía en medio de la sangre. Entretanto, al compás de una mañana que se
tornaba cada vez más plomiza en nuestro interior a medida que íbamos conociendo
más detalles del terrible suceso, el tren avanzaba indiferente. Paró en
Zaragoza y de allí no pasó. El resto del viaje lo hicimos en autobús, inmersos
en un silencio rotundo que nos unía sin conocernos. Poco podíamos imaginar que
aquel desconsuelo unánime sería un espejismo que duraría apenas veinticuatro
horas.
Porque la actuación que tuvo la
clase política española a partir del día 12 de marzo, e incluso desde el
principio, fue un repugnante amasijo de miserias al que no fueron ajenas las
terminales mediáticas adscritas, correas de transmisión necesarias para
emponzoñar el ambiente, alentando bulos y pontificando elucubraciones. Con la
vista puesta en las elecciones que se celebrarían tres días después, éstos y
aquéllos sólo se dedicaron a contar votos mientras los familiares contaban
muertos. Muertos que lo eran doblemente al ser, primero, asesinados por los
terroristas para, después, ser rematados por la acción despreciable y mezquina
de políticos y voceros. Al final, las víctimas, que deberían estar unidas en lo
que de único y neutro tiene el dolor de la pérdida, acabaron separadas, si no
enfrentadas, por culpa de intereses que asumieron como propios cuando sólo eran
cálculos espurios de una partida de inmorales. Jamás podré perdonarles, ni a
los unos, ni a los otros, socialistas y populares, el daño que nos hicieron y
la brecha que abrieron en una sociedad, la nuestra, que debía ser una contra
los asesinos. Sé que personalizar este dislate, esta repugnante manipulación,
tiene su cuota de injusticia. Pero esas son las servidumbres de liderar
mezquindades, el castigo, siquiera ínfimo y personal, que debe aplicarse a los
injustos. Por un lado a José María Aznar, encaramado en sus desvaríos egocéntricos,
recalcitrante en sus obsesiones etarras, en su chaladura californiana; por el otro
a Rubalcaba, moviéndose a sus anchas en la intriga y la manipulación,
promoviendo asaltos intimidatorios y hablando de las mentiras de los otros olvidándose
de las suyas. Y mientras tanto, al compás de sus vómitos y de su estrechez
moral, las lágrimas del sufrimiento, que deberían ser sólo agua salada y
transparente, se iban tornando de distinto color.
Han tenido que pasar diez años para
que el sufrimiento adquiera sosegada razón de naturaleza y los muertos sólo
tengan el color de la ausencia. Diez años ha costado reparar el daño que nos hicieron
estos botarates. Tanto es así que lo más destacado de la informaciones
publicadas sobre el reciente funeral oficiado en La Almudena no ha sido la
sinrazón del daño de tanta muerte absurda, ni lo injusto del sufrimiento
indiscriminado, ni la conmoción inasumible del dolor repentino, ni la angustia
de todos los corazones que latíamos al compás del padecimiento de los que más lloraban,
sino el hecho de que acudieran juntas las asociaciones de víctimas antes
distantes. Diez largos años de lágrimas y de recuerdos para que la grieta que
abrieron, al compás del destrozo de las bombas, empiece a cicatrizar. Ni Aznar
ni Zapatero asistieron a él. Ni puta falta que hacía.
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