Hay
fines de semana, como el pasado, en el que coinciden acontecimientos que
parecen puestos de acuerdo para darnos una imagen metafórica del país. La
muerte de Adolfo Suárez, con toda la carga de hipocresía, falsedades y sentimientos
de culpa mal disimulados de unos y otros, y la Marcha de la Dignidad, con un
final sangriento que sirvió, además de para constatar la inutilidad de los
responsables policiales, para desvirtuar a base de violencia lo legítimo de sus
reivindicaciones, son ejemplo de lo que digo. Con el añadido de que ambos
sucesos han llevado aparejada la actuación estelar de ciertos personajes,
alguno demostrando su capacidad para el cinismo, algún otro haciendo alarde de
la idiotez que derrocha cada vez que abre la boca. He tenido tiempo para pasar,
sin solución de continuidad, de la tristeza a la indignación y de ésta al
pasmo.
Debo confesar que me sorprendí emocionándome al conocer la noticia de la muerte de Adolfo Suárez, por más que fuera esperada. Quizás porque se abrigó en mi interior con la capa de neblina melancólica que siempre acompaña a la nostalgia; quizás porque sentía que con él se iba, de forma definitiva e irrecuperable, la ilusión esperanzada que, a pesar de su dureza, viví en aquellos años de la transición; o quizás simplemente porque moría un político al que, aun en la distancia ideológica, siempre me unió un sentimiento de gratitud por lo que hizo y de solidaridad por lo que le hicieron. Por lo que hizo poniendo su ambición política y personal, que no era poca, al servicio de España y de los españoles, cuando los que vinieron detrás hicieron exactamente lo contrario, que fue poner el país al servicio de sus ambiciones, por sectarias y egoístas que éstas fueran. Y por lo que le hicieron, al ser víctima no sólo de una oposición camandulera y con un afán de revancha enfermizo, sino también de unos compañeros de gobierno primero, y de partido después, más camanduleros y mezquinos aún que aquellos. Incluso el rey, al que le demostró una lealtad sin límites y que apareció en las exequias con cara de circunstancias, le dio la espalda de forma injusta e impropia de la majestad que se le supone. No sé si, por cruel que pueda parecer, la vida le fue benévola sumiéndolo en el limbo de unos tiempos nebulosos que le hicieron olvidar tanto dolor sufrido a nivel personal, y le ahorraron asistir al espectáculo del abandono y la ingratitud de una clase política cicatera y sectaria como la que padecemos y que ahora, en su muerte, pretende lavar su mala conciencia con honores póstumos y medallas tardías. El paripé viperino de Alfonso Guerra en el velatorio y en las declaraciones a diversos medios, alabando con un desparpajo repugnante al que entonces escupía, es el paradigma del cinismo y de la torpe capacidad de fingimiento de muchos de los que pululaban por allí.
La
Marcha de la Dignidad, que empezó bien -si obviamos lo cursi y pretencioso de
su nombre- acabó de la peor de las maneras posibles. De entrada con su
manifiesto final, a cargo de ese actor más segundón que secundario de nombre
artístico Willy Toledo, que nos obsequió con la gracia de irse a vivir a Cuba y
que de buenas a primeras, sin tiempo a parapetarnos, aparece por aquí dando la
tabarra. Me lo he leído enterito y me ha parecido una sucesión inconexa de
consignas y tópicos, expresados en un cansino y desesperante lenguaje no
sexista carente del más mínimo rigor deductivo. Y lo lamento porque, junto a
verdaderos disparates, hay reivindicaciones (desahucios, paro juvenil,
recortes, pensiones...) con las que, genéricamente, podría estar de acuerdo.
Pero el batiburrillo doctrinal resultante es infumable. Lo peor, no obstante,
vino después con la irrupción de un numeroso grupo de bestias que, aliados con
la incomprensible actitud de los mandos policiales, pudieron causar una
tragedia irreparable. Porque los tipos iban a la caza del policía. Todavía se
espera que alguno de los muchos colectivos convocantes de la marcha, tan
exquisitos y atentos a los casos de violencia policial excesiva, condenen la de
estos energúmenos furibundos porque, si no lo hacen, habrá que deducir que la
dignidad de la que hablan a boca llena y dicen representar vale tanto como su
fuste democrático, cero zapatero.
A mayor abundamiento, había una comisión internacional que supervisaba
la actuación policial, como si España fuera Cuba o Venezuela y, quizás, los
mandos sacaron sus complejos de inferioridad al retortero a costa de los
policías que, mientras, se jugaban la vida frente a la jauría. Y es que a
algunos de los mandamases, con estas visitas, les entra la tiritera y se
bloquean mientras se van por la pata abajo, como cuando en los Maristas aparecía
el hermano visitador. Si a esto añadimos que la nueva ley de seguridad
ciudadana está en la cuerda floja, ¿no habrán buscado sus mentores argumentos
contundentes a favor de la misma a costa del desamparo de los miembros de la
UIP? Quizás. Y para colmo de despropósitos, la actuación del juez García del
juzgado de instrucción número 10 de Madrid que, con 67 policías heridos, pone
en libertad a los detenidos porque no le consta que las criaturitas “tuvieran
intención de causar daños físicos”. En fin, demasiados tufos como para que este
asunto huela bien.