He
leído estos días , en las Cartas al
Director del diario HOY, hasta dos de ellas referidas al Hermano Muro, recientemente fallecido. Y su lectura, a pesar de
que lo que en ellas se decía iba por derroteros muy ajenos a las vivencias que
compartí con él, me ha traído a la memoria los años de mi vida en que lo conocí
y lo traté. Y, por cercanía, han aflorado recuerdos, aturrullados y sin orden,
de los años vividos al amparo de la Congregación de Santa María y San
Estanislao, o así, ubicada en un destartalado edificio de la calle Bravo
Murillo de Badajoz, bajo el auspicio de los Padres Jesuítas. Me han venido
ahora fogonazos de su olor, de los escalones de pizarra de su empinada
escalera, del ruido de futbolines y pelotas de ping-pong, y del sonido
acompasado y monótono de un proyector de cine que, cada fin de semana, ofrecía joyas
como Las aventuras de Kit Karson que
alimentaban mi pasión cinéfila en ciernes. Y, sobrevolando los recuerdos más o menos
concretos, el rescate de una sensación de bienestar ligada a ellos. Porque en
la “Congre”, francamente, lo pasábamos muy bien, en un ambiente abierto y sin
agobios dogmáticos que, además, nos sirvió, a unos pocos canallas de entre 13 y
15 años, como banco de pruebas para desarrollar nuestras dotes para la subversión
y la rebeldía. A lo más alto de su escalafón que llegamos fue al grado de Aspirante,
y eso sólo gracias a la bondad del Hermano Muro, de la que nos aprovechábamos
como bellacos. Nuestro equipo (Ricardo, Antonio Cosme, Paco...) era como un comando independiente incrustado en
el engranaje de aquella estructura que, con una terca labor de zapa, conseguía
lo que se proponía, unas veces con negociaciones al más alto nivel y, otras,
apelando a burdas técnicas de boicoteo, cuando no directamente a la guerra de
guerrillas, petardos y bombas fétidas de por medio.
Uno
de nuestros mayores logros fue conseguir que nos cedieran una habitación para
nuestras reuniones. En una de sus paredes, no sé a santo de qué, clavamos una hoja de
periódico con un anuncio de zapatos en el que aparecía un señor sonriente bajo
un eslogan que decía: ”Cuando Pepe Albadalejo lo celebra, todo el mundo lo celebra”. Y Pepe Albadalejo pasó a
presidir nuestras reuniones desde el exilio de su afiche. Alguien, en una de esas,
aportó un juego de química Cheminova y, a partir de ese momento, aquella habitación
además de sala de debate pasó a ser también laboratorio clandestino propio del
diabólico doctor Pat. Formar parte de
aquel grupo científico no estaba al alcance de cualquiera, pues el que quisiera
pertenecer al mismo debía pasar antes un examen en el que demostrara tener los
conocimientos necesarios para el manejo de sustancias altamente peligrosas:
azufre, clorato potásico, amoníaco, ácido nítrico... Ninguno de los candidatos
lo logró. Los suspendimos a todos. Una tarde, quizás por la delación de uno de
estos frustrados ayudantes de laboratorio, se presentó en nuestro “sanctasanctórum”
el buenazo del Hermano Muro y nos pescó en mitad de un experimento. Yo
calentaba, al calor de la llama de un mechero de alcohol, una probeta con no se qué pócima en su
interior. En el fragor de la negociación tratando de convencerle de nuestra
pericia y de que nos permitiera continuar con nuestros ensayos científicos,
descuidé la vigilancia del cocimiento que, de improviso, entró en ebullición
mientras desprendía un humo denso y apestoso para, sin solución de continuidad
y en menos que dura en parpadeo, pegar un petardazo que nos hizo huir a todos
despavoridos camino del patio, afortunadamente indemnes. Entre jaculatorias
atropelladas, un demudado Hermano Muro clausuró de inmediato aquella
instalación suicida, haciendo requisa de todos los archiperres y potingues que
albergaba. Creo que con ese ejercicio de autoridad inflexible, de los pocos que
le vi en aquellos años porque siempre se prestaba al razonamiento y, la mayoría
de las veces, a la condescendencia, nos libró a más de uno de alguna
mutilación, si no de algo peor.
Una
vez pasados los trámites de la sabatina y de alguna charla de la que no
podíamos escaquearnos, en la que se nos hablaba de “la turbamulta enfangada en
lo más abyecto del vicio” o de la “flor de las cumbres, difícil y escondida”,
como metáfora de la vida virtuosa, la actividad estrella de aquella
congregación eran los Campamentos de Verano. Entre las muchas barrabasadas que
le hicimos por aquellos campos de Hoyos del Espino, recuerdo una vez que nos
habló del frío que pasaba por las noches. No contentos con haberle montado la
tienda encima de una piedra que debía de martirizarle los lomos, le fabricamos
un saco de dormir con dos mantas rodeando su cuerpo que atamos a conciencia con
una soga, de manera que solo quedaban al aire la cabeza y los pies. Como si
fuera un morcón humano, vaya. A trancas y barrancas esa noche lo metimos en la
tienda. A la mañana siguiente, como redomados cabroncetes, salimos tempranito
hacia el pueblo dejando allí a aquel hombre bueno abandonado a su suerte. Y cuando
volvimos, bien entrada la mañana, lo encontramos libre y preparándonos un
cocido. No hubo ni una queja, ni un reproche por su parte. Su única
preocupación era que el cocido, que le salió de rechupete, tuviera su punto de
sal para que nos gustara. ¡Ay, el Hermano Muro! Desde aquel año tan lejano no
había sabido de él hasta ahora que vuelve, a mi encuentro, con su muerte. La he
sentido tan cercana, tan emocionante, como si el tiempo se hubiera detenido
entonces.
3 comentarios:
Emocionante y sugerente.
Un abrazote.
Muy bonito,Jaime.¡Qué carita de bueno,tenía el hermano Muro!
Una brazo
Siempre es agradable comprobar que hay buena gente, gracias por contarlo y constatarlo.Yo convencida de que somos muchos más los que nos guiamos por las cosas buenas que los que quieren demostrar que estas no existen.Abrazos.
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