Shoah, catástrofe en hebreo, es la palabra con la que los judíos designan El Holocausto. Y es también el título de una película de Claude Lanzman, judío nacido en Francia, del que en días pasados se estrenó en España El último de los injustos, una larga conversación de casi cuatro horas con Benjamin Murmelstein, último presidente del Consejo Judío del campo de concentración de Theresienstadt. Lanzman tardó cerca de once años en rodar Shoah. 350 horas de entrevistas con víctimas, verdugos, testigos y expertos en el tema que dieron lugar a un film, estrenado en 1985, de unas 10 horas de duración. Dado que el lunes pasado se celebró el “Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto”, me decidí a verla. Como un homenaje al sufrimiento de tantos, como un acercamiento hasta ellos solidario e íntimo. He visto muchos documentales sobre la II Guerra Mundial, sobre Hitler y sus horrores, y en mi memoria permanecen películas excelentes rodadas sobre la barbarie nazi, desde La lista de Schindler a La zona gris. Nada en común con este recorrido de 566 minutos por la muerte. Filmada, siempre en días nublados, en los lugares donde tuvo lugar la tragedia, sin concesiones de ningún tipo a la piedad, sin apoyaturas que distraigan de los testimonios de los protagonistas, ni banda sonora, ni imágenes históricas, y con un montaje perfecto que le proporciona una agilidad traicionera que te impide dejar de verla si no es para recuperar el aliento, es una película cruda y despiadada, tanto como la realidad que relata, en donde los silencios de las víctimas entrevistadas y la tristeza mortecina de sus miradas, pueden llegar a producirnos mucho más dolor que sus palabras.
Se describe en ella, a través de testimonios a cual más desgarrador, la puesta en marcha de “la solución final de la cuestión judía”, y su paulatino perfeccionamiento desde unos inicios prácticamente artesanales hasta su eficaz y última etapa industrial. Y cómo esta barbarie nazi no fue sino el colofón inevitable de la política y el sentimiento antijudíos instalados en Europa durante siglos. Primero conversión, después expulsión y, por último, exterminio. Los nazis lo único que inventaron en esta escalera hacia lo irracional fue lo último, “la solución final”. “La conversión la puedes fingir. Si te expulsan, puedes volver. Pero la muerte no tiene marcha atrás”, dice el historiador Raul Hilberg en un momento de su entrevista.
Después de haberlos experimentado con deficientes mentales, fueron los ingresados en el campo de concentración de Chelmno los primeros judíos gaseados en los “special-wagen”, unos camiones con caja de carga hermética donde eran introducidos y hacinados a fuerza de golpes y latigazos, y a la que se hacían llegar los gases procedentes del tubo de escape del motor. Al cabo de 10-15 minutos, ya eran cadáveres arrojados a la fosa común donde ardían. Era un método lento y caro. Resulta espeluznante oír la lectura de un escrito, fechado el 5 de junio de 1942, en el que se dan instrucciones sobre “los cambios a efectuar en los vehículos especiales actualmente en servicio en Kulmhof, Chelmno, y en los que están en construcción”, para que se reduzca el tamaño del espacio de carga a fin de que no peligre la estabilidad de los mismos, cargados al máximo a razón de 9 o 10 “piezas” por metro cuadrado. Dejar huecos no es conveniente porque éstos también deben llenarse de monóxido de carbono, lo que acarrea un aumento del tiempo de funcionamiento. Y continúa: “Los constructores de las máquinas nos dijeron que, reducir la parte trasera del camión, acarrearía un desequilibrio indeseable. El tren delantero, según ellos, estaría sobrecargado. Pero, en realidad, el equilibrio se restablece involuntariamente por el hecho de que la mercancía cargada muestra, durante el funcionamiento, una tendencia natural a atropellarse en las puertas traseras, y termina, al final de la operación, acostada sobre todo en ese lugar. De esta manera, no se produce ninguna sobrecarga en el tren delantero”. Esta frialdad burocrática hablando de la masacre de seres humanos debe de ser lo que Arendt definió como “la banalidad del mal”. Yo más bien creo que es el paradigma de su esencia. Después de esto vino la industrialización del aniquilamiento metódico: las cámaras de gas, los crematorios, Treblinka, Sobibor, Belzec..., donde se llegaban a “procesar” 5.000 personas en tres horas, hasta alcanzar la cifra total de casi seis millones. Todo ello, no hay que olvidarlo, con la complicidad, el beneplácito o, en el mejor de los casos, la indiferencia de la mayoría del resto de la población.
Resulta muy difícil escoger, entre tantas, unas secuencias más sobrecogedoras que otras. Por hacerlo, hablaría de las historias de Simon Srebnik y Michael Podchlebnik, los dos únicos supervivientes de Chelmno. El primero, ingresado con trece años, y obligado a cantar para los guardias (siempre con los pies encadenados) una canción en alemán que ellos le enseñaron, canción que vuelve a entonar ante la cámara con rostro ausente e inexpresivo. Días antes de la liberación del campo, fue dado por muerto después de recibir un disparo en la cabeza realizado por un guardia con la intención de ejecutarlo. El segundo, encargado de vaciar los camiones de gas, descubrió en uno de ellos los cadáveres de su mujer y de sus hijos. Tras depositarlos en la fosa, suplicó a los alemanes que lo mataran. Estos le contestaron que aún tenía fuerzas para trabajar y que, por el momento, no lo harían.
Lanzmann escribió: “Durante la preparación del film me invadió la sensación de vivir entre muertos. El reino de la muerte había triunfado. Cuando encontraba algún testigo vivo, tenía la sensación de exhumarlo”. Y así debió de ser porque, después de ver la película, angustiosa y descorazonadora, acabas convencido de que a los que sobrevivieron les hicieron algo peor que matarlos. A estos infelices les robaron la vida para siempre.
2 comentarios:
Espeluznante constatación de una realidad que nunca debió ocurrir, y que se ajusta más al desarrollo de una indeseable pesadilla que a las maldades inconcebibles de unos seres humanos con sus semejantes. Trágico capítulo de la Historia de la Humanidad, que ojalá fuera el único, que demuestra que los límites de perversidad de las personas son un inconmensurable terreno con rincones aún por descubrir. Mi capacidad de sufrimiento me desaconseja ver esta película, solo leyendo este post siento que mi impotencia fabrica un nudo en el estómago y una opresión en el pecho no me deja tomar aliento, por todo lo que estos sucesos tienen de irreversibles. Como dijo Hilberg: la muerte no tiene marcha atrás. Y la vida, tampoco.
Estremecedor comentario y muy bien escrito.
Un abrazo.
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