(Fuente: Historia de Mi Vida) |
Hace ya muchos, muchos años, no sé
si fue al final de mi niñez o principios de mi pubertad, empecé a preguntarme
qué ocurría con los personajes de un libro cuando interrumpía su lectura. Si al
cerrarlo porque mi madre me llamara para comer, o porque me entrara el sueño, o
porque llegara la hora de ir al colegio o al instituto, se quedaban quietos,
presos en una foto fija hasta que lo volviera a abrir para continuar su
historia o, por el contrario, liberados de las palabras que los ataban a un
argumento repetido ante los ojos de quienes lo leyeran, vivirían situaciones o
aventuras que nada tenían que ver con él ni con lo que el autor había escrito
para que lo ¿representaran? Fabulaba con la posibilidad, digo ahora que lo veo
medio claro, de que fueran reales en la irrealidad de ese mundo ilusorio al que
habían llegado de sopetón, sin comerlo ni beberlo, obligados por la inspiración
de ellos no sabían quién. Quería creer en la ilusión de que pudieran liberarse
de la esclavitud de vivir esa vida que sus creadores les habían impuesto, para
poder vivir la que ellos ansiaban vivir. De ser así, ¿les enmendarían la plana a
esos padres putativos, desnaturalizados y crueles y sería la que ellos crearan
más emocionante o más divertida que la impuesta? ¿Podría ocurrir que, en una de
esas correrías en libertad, si las hubiere, no les diera tiempo a volver y las
páginas no leídas aparecieran en blanco?
Nunca viví esta situación, es
verdad. Cuando volvía a abrir el libro, a pesar de que a veces lo hacía con
mucho tiento, muy despacio, recordando el número de la página por el que había
dejado la lectura para que no hubiera señal alguna que pudiera darles alguna
pista para una vuelta sin problemas, las letras siempre seguían allí. Como allí
seguía la historia para continuarla por donde la dejé. Y, sin embargo, no pierdo
la esperanza de vivirla. Aún ahora, a veces, coloco el salva páginas varias más
allá de la que debe salvar por si un acaso yo tenía razón allá en mi pubertad
y, cuando menos lo espere, me encuentre con páginas en blanco o con una
historia distinta y alocada en la que cada cual haya conseguido ser libre. Sin
duda serían, aun en blanco, las más hermosas y turbadoras que jamás hubiera
imaginado leer. Los años que ya tengo me inclinan al convencimiento de que
moriré sin que este sueño ocurra. Y, al mismo tiempo, me invitan a creer que,
si ocurriera, no me moriría nunca. Soy sincero si digo que no sabría decir qué
final de los dos es el más triste.
(Fuente: El País) |
En cualquier caso, quizá para
enmascarar la inutilidad de esta quimera, de este sueño frustrado de lector,
pasados los años empecé a sentir el pálpito, tras leer más de un libro de
determinado autor, o incluso dos o más libros de distintos autores pero del
mismo género o sobre el mismo tema, que este de tal y aquel de cual se
complementaban, o incluso que este podía ser suplementario de aquel. Y tras el
paso de más años he creído ver que este pálpito mío ha dado un salto
cualitativo hasta el convencimiento de que también puede haber libros siameses,
que compartan un mismo corazón y una misma sangre, de modo que separarlos
podría suponer su muerte irreversible, una muerte sutil que, de íntima y propia
que es, pasa desapercibida a los ojos ignorantes de los hombres. Porque (y esa
es otra) estoy convencido de que los libros son seres vivos que sienten y
conocen y, como cualquiera, sufren crisis de melancolía y de nostalgia. Libros
que pueden llegar a morir de angustia, de congoja, de un sentimiento íntimo de
estar destartalados, fragmentarios, distantes de la vida. Que pueden llegar a
morir de soledad. Para evitarlo de un tiempo acá siempre tengo empezados al
menos dos. Leo uno u otro y los mantengo juntos, para que ambos se sientan
acompañados y compañeros, no rivales. Y si uno de los dos me interesa más que
el otro, no abandono al retrasado. Lo abro cada día y leo, siquiera, un par de
páginas. Y lo huelo al tiempo que lo aireo para que se sienta querido y no se
venga abajo.
(Fuente: Libros voladores) |
En estas mismas páginas y hablando
también de libros decía hace unos años: «...pocas desilusiones tan frustrantes
como las que sientes cuando un libro, al que siempre te acercas casi con el
ensalmo de un primer amor, te decepciona y te resulta insoportable... Para
estos especímenes inservibles tengo yo en casa un mueble de madera cuajado de
carcomas inmunes donde quedan recluidos, con dos vueltas de llave, por toda su
eternidad.» Pues ya no. Porque con motivo de mi jubilación el año pasado
decreté una amnistía general y los liberé de su injusto encierro. Mientras les pedía perdón uno a uno por mi intransigencia y uno a uno limpiaba y colocaba en
el lugar que les había preparado, me pareció escuchar un suave murmullo de
voces salido de sus páginas, un tenue bullicio de latidos que, poco a poco, se
acompasó con el ritmo emocionado de mi corazón.
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