Le gustaba fatigarse hasta el
agotamiento. Le parecía que el cansancio físico ayudaba a disipar el hastío, la
angustia de vivir. Así que desde hacía ya unos meses no utilizaba el ascensor y
dos, tres, hasta cuatro o cinco veces diarias o quizás más, quién sabe, y a
toda la velocidad que sus piernas podían aguantar, subía las escaleras hasta el
piso, un sétimo, donde se dejaba vivir. Con eso evitaba, además, el tener que
saludar a algún vecino en el ascensor, soportar su mirada compasiva, adivinar
sus disimulos. Al cerrar jadeante la puerta tras de sí, se daba de bruces con
el desolador panorama que ofrecía lo que, en otros tiempos, había sido su hogar
y ahora no era sino una tortura para su cansado corazón.
(Fuente: Oficio de escribir) |
En su delirio le parecía estar encarnando
el papel protagonista de una tragedia irreal, viviendo por detrás de un espejo
en un sueño horrible del que despertaría al dormirse. Tantas veces había visto en
la televisión situaciones similares a la de su pesadilla que albergaba la
esperanza de que todo fuera producto de la alucinación, y de que la modorra le
libraría de la congoja y disiparía sus obsesiones. Y por eso su afán era llegar
al borde de la resistencia física para dejarse caer en el colchón y dormir y
soñar en busca de la realidad de antes. Pero se sabía derrotado de antemano, consciente
de que la farsa era sueño y el drama, realidad. Y entonces insomne,
desesperado, recordaba paso a paso todas y cada una de las fases de su
desgracia: El declive lento pero continuo de la empresa en la que llevaba media
vida dejándose la vida; los ERE sucesivos; los pinchazos de intranquilidad en
la boca del estómago; los meses sin cobrar; las asambleas que eran más cortejo
fúnebre que posibilidad de arreglo; ese ansia irracional de creerse las
mentiras; el cordón umbilical a la esperanza roto ante el despido inevitable;
la miseria de indemnización con la que hubo de conformarse; el paro; el
subsidio posterior; la renta básica; el vacío; los cientos de currículos presentados
inútilmente; los quilómetros recorridos en busca de la nada de fábrica en
fábrica, de empresa en empresa y, poco a poco y sin descanso, el deterioro de
la esperanza, la pérdida de la ilusión. Y sobrevolando todo, más dolorosa que
el desasosiego o el desconcierto, por
encima de la sensación terrible de impotencia y de inutilidad, más desesperante
aún que la derrota, andaba volandera la tristeza como una inundación
irreparable. Una tristeza espesa, lacerante, terca, pelmaza, que se metió en la
casa y en los huesos y que de tan dolorosa que era, tan definitiva, le impedía
el desahogo puntual del llanto. Así era de cruel. Así de despiadada.
(Fuente: Notife) |
Supo que no tenía escapatoria (lirismo
amigo de un final irremediable y compartido en sueños) el día en el que recibió
la notificación blanquísima, impoluta, escrita con la misma frialdad distante,
exacta, judicial y cínica con la que se firman las sentencias de muerte, que le
obligó a empaquetar silencios y abrazos, luces de amaneceres, sombras de figuritas
de siempre en el salón, lomos de libros vistos tantas veces, la voz a ti debida,
fotos de boda y nietos, de amigos y momentos, la colección de búhos, el poso de
los años compartidos, el rastro de los besos de los niños, las miradas
calladas, el nombre de esos ojos que siempre le miraban con cariño. Y la
rendición. Conoció la fecha en la que vendrían a despojarlo del aire que había
sido su vida y su sustento. Y los esperó. Desde la ventana vio llegar la
comitiva fúnebre del desalojo y, en ese momento, se abrió la luz que parecía no
existir, la luz con la que recuperó la ironía y el sentido del humor que habían
acompañado su vida. Se encaramó en el alféizar de la ventana para dominarlos
con la perspectiva del vencedor y, canturreando largo y tendido, inició un
vuelo torpe de alondra moribunda. Su cabeza tropezó contra la barandilla de un
balcón de la segunda planta (fue lo último que vio) desparramando sesos en una
lluvia grisácea de presagios y sangre inocente. Después su cuerpo hizo una
pirueta extraña invirtiendo la inercia y fue a caer con estrépito sordo en
medio de la calle. Golpe seco y rotundo con pesadez de culpa. Ya sólo un
guiñapo distorsionado abrazando la nada, los ojos semiabiertos, la boca besando
el asfalto y el silencio asumiendo silencio irremediable. Hacía calor esa
mañana y el sol, impertinente, molestaba a la comitiva judicial que venía a
ejecutar el desahucio. Un canario cantaba no sé dónde y en el bar de la esquina
alguien pidió otra ronda de cervezas. La vida y la distancia es lo que tienen.
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