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(Fuente: Jordi Rosals) |
Dada mi inveterada tendencia al
ensimismamiento y a la ausencia, he de confesar que nunca he sentido demasiado
clara la línea que separa sueño y realidad. Quizá porque siempre he tenido una
más que aceptable capacidad para aislarme del mundo exterior, quedarme en él
sin estar y dejar que siguiera su camino mientras yo soñaba despierto o vivía
dormido dentro de una realidad mucho más gratificante que la suya. Recuerdo
unos primeros y vagos episodios de confusión de lindes que se remontan a mi
infancia, y soy consciente de que a medida que he ido cumpliendo años, esa
frontera interior que marca los límites entre ambos mundos se ha hecho, poco a
poco, más sutil, menos nítida, como si la vida me fuera preparando a la
sensación del tránsito, armando un escenario amable y conocido a lo que habrá
de ser. O como si yo hubiera ido acomodando esa aduana virtual a mi propia conveniencia o a mis propios
avances. Sea por una razón u otra, (algo que francamente me importa un bledo),
lo que sí es verdad es que, a pesar de que no sea este un acto que dependa de
mi voluntad, cada vez pajareo mejor por esos cielos inciertos en los que
realidad y quimera se confunden. Y aunque el asunto no deje de ser producto de un
proceso de estricta sinapsis neuronal, pura química, eso no me impide albergar
la esperanza de que también haya situaciones especiales en las que las neuronas
se salten los cánones de lo políticamente correcto, y nos regalen momentos en
los que la utopía y la magia campen a sus anchas por los entresijos de nuestro
cacumen sin que tengamos que acordarnos de don Hipólito. Sobre todo ahora que
he descubierto las bondades de la siesta del burro o del canónigo, esa que
comienza alrededor del mediodía y que te prepara al cuerpo para la cerveza y el
aperitivo. He adquirido tal virtuosismo en esos instantes de duermevela que ya
incluso soy capaz de interactuar con el mundo real, entablando diálogos con la
televisión o canturreando melodías de anuncios. A veces me doy perfecta cuenta
de lo que sucede, y disfruto a base de bien sintiéndome estar y no al mismo
tiempo. Otras no me entero de nada, pero mis cronistas me lo cuentan.
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(Fuente: El Mundo) |
Como no hay miel sin hiel ni rosa
sin espinas, donde la puerca tuerce el rabo es en el momento en el que se agrega
a este paisaje idílico, como me ocurrió a mí la semana pasada, un ejército
salvaje de virus gripales de distintas cepas, que me inundaron el cuerpo de
escalofríos y tiritonas, hicieron de mis huesos fosfatina, destartalaron mis
neuronas y lograron que donde antes hubo diversión, ahora solo hallemos
pesadilla y angustia, pasando de un duermevela amable a un delirio terrorífico que
deja ‘El gabinete del doctor Caligari’ en juego de niños. Si a la maldad vírica
se añaden las circunstancias medioambientales que nos rodean desde hace tanto
tiempo ya, con el procés, los Carnavales, Puigdemont,
Operación Triunfo, los Carnavales, Torrent,
la madre Juana, Artadi, el padre Andrés, los Carnavales y Junqueras dando por saco de manera inmisericorde y agravando el proceso patológico,
no sé ni cómo sigo en pie y escribiendo ahora estas líneas. Porque en los 4 o 5
días en que la enfermedad ha alcanzado las cotas de ataque más preocupantes, he
tenido varios episodios de modorra morbosa delirante que porque mis espaldas ya
aguantan los embates sin que la hipocondría me anule, porque si no, digo, si me
coge este arrebato alucinante con 20 años menos, caigo como un ciquitraque.
Para que luego digan los curas que no hay que relativizar. Pues si no
relativizo en estas, adiós muy buenas.
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(Fuente: Tom+Lorenzo) |
Imagínense: Las 11 y 05 de la
noche. Yo en mi cama, febril, sudoroso, viéndome desde un plano cenital,
jugando a ‘El palé’. Unos minutos de juego contra el
‘capturador de niños’ de
Chitty Chitty Bang Bang que, en
realidad, es
Carles Puigdemont. Acabo
de comprar la calle Alcalá y, al tiempo que estoy sentado a la mesa de juego,
voy andando por ella, en el cartón, tratando de ubicar las casas y hoteles que
correspondan. Me desoriento. No sé si seguir por la acera en la que estoy o
pararme y llamar al sereno. De pronto veo un portal que se ilumina, me dirijo a
él y compruebo que su número es el 2.311. Me oigo decir: “Joé, los números son
iguales a los de mi despertador”. Y es entonces cuando me doy cuenta de que he
estado todo el tiempo con los ojos abiertos creyendo que soñaba. O soñando.
Desaparecen juego y jugadores y me quedo mirando la hora en mi mesilla: 23:12
ya. Me doy la vuelta y veo que mi santa duerme plácidamente. Suficiente para
mí. Así que cierro los ojos y consigo dormirme mientras pienso: “Lo que sea,
sonará”. Y aquí seguimos, primo.
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(Fuente: Tesoros del Ayer) |
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