En
cierta ocasión, un activo y
liberado sindicalista me preguntó si iba a ir a no recuerdo qué manifestación.
Lo hizo en un tono más inquisitorio que interrogante, con la prepotencia de autoridad
moral de la que algunos se creen investidos, oropel por el que, además, cobran
un sueldo que les pagamos los que cada día salimos a trabajar mientras ellos,
posiblemente, duermen. Estuve prudente (lo siento) y no lo mandé al carajo, que
es lo que se merecía más que por la pregunta por las formas de perdonavidas con
que la hizo. Sólo le contesté que yo me manifiesto mucho más que él, porque lo
hago cada sábado en estas páginas expresando libremente mi opinión: "¿Qué
sentido tiene entonces que yo salga a la calle para apoyar la tuya, sin duda
más interesada y fingida que la mía?", acabé. Y se acabó. La conversación,
digo, porque el mozuelo salió escopeteado, calamocheando, mientras esbozaba una
media sonrisa despectiva e insuficiente para disimular su cabreo. Cantinflas
echó mano en muchas de sus películas del refranero mexicano, verdadero
vademecum de sabiduría y retranca, para
poner en su sitio a petimetres de todo tipo: “Mírenlo, ya porque nació en
pesebre, presume de Niño Dios”, le soltó a un prepotente chulito pagado de sí
mismo. Y lo clavó. Al espécimen que nos ocupa, este refrán también le viene de
perilla.
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(Fuente: Poema del alma) |
La anécdota no es baladí, porque, con
matices, la he sufrido y también gozado en bastantes ocasiones, y he asistido a
otras muchas en las que me tocó interpretar el papel de testigo. Y siempre de
por medio políticos o sindicalistas que, con un sentido alienado de pertenencia
al clan, no entienden la relación con los demás si no es abriendo trincheras de
por medio o, lo que es peor, levantando murallas que separen a los “nuestros”
de los “otros”. Y es que hay gente muy dada a, según soplen los vientos,
considerarte de los suyos o de los contrarios como si no hubiera más
posibilidades que esas, como si no existiera la opción de no ser ni de unos ni
de otros. En su mentalidad obtusa y dogmática, a estos deseosos de hacer a los
demás bueyes uncidos, no les cabe la independencia de criterio. Es más, no
permiten siquiera ni la posibilidad de criterio. Y con una frivolidad irritante
te etiquetan de acuerdo a que tus manifestaciones, a la luz de su corto y
esclerótico entender, sean favorables o no al grupo al que pertenecen. En fin,
yo entiendo que esa seguridad que nos proporciona el estar incorporado a un
grupo, (‘la tribu’, que dicen algunos indígenas patrios de pelaje diverso), es
atávica, casi irracional, y prácticamente inevitable por lo que a la familia se
refiere, más que nada porque en este caso no hay posibilidad de elección. Uno
no puede dejar de ser miembro de una familia, (excepto de la que el propio
individuo forma), según las circunstancias, por más que pueda renegar de ella.
Lo que no entiendo es que la integración en un grupo de pertenencia elegido
libremente, como puede ser un partido político o un sindicato, lleve tantas
veces aparejado el hecho de despreciar no sólo a los que pertenezcan a otro de
ideología contraria o distinta sino, incluso, a los que no pertenecen a
ninguno. Posiblemente a estos últimos con más encono por su incapacidad para
encorsetarlos.
Durante los años de régimen ibarrista y en
lo que al mundo de la cultura se refiere, el ninguneo, los ataques directos y los chantajes más repugnantes se ejercían de manera sañuda e implacable contra los que osaban ejercer algún tipo
de crítica a las actuaciones políticas emanadas del politburó o, simplemente,
no se prestaban a la lisonja, el apoyo incondicional, el vasallaje o, incluso,
la sumisión rastrera. O eras de su cuadra o,
como mínimo, no existías. Una de la actuaciones más sangrantes que conocí y
seguí de cerca se perpetró contra quien osó descolgarse de un manifiesto
público de pleitesía al rey del mambo de aquella época. Y, así, fue fulminado
de manera inmisericorde de cualquier cargo oficial real o virtual por sus
esbirros e incluido en la lista de los malditos.
En el colmo de la aberración, un libro a punto de ser publicado en una editora
pública, fue también arrojado a las tinieblas exteriores o a las llamas de la
intransigencia. No sólo el autor, también su obra era víctima de la furia
sectaria de estos demócratas de pacotilla.
En fin, años ciertamente oscuros aquellos en los que sólo faltaba que,
de madrugada, sonara el timbre de tu casa y no fuera el lechero.
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(Fuente: Filóloga Bibliófila) |
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