Parece que hoy toca reflexionar. Da
igual que llevemos 6 meses largos, interminables, insufribles, aguantando tabarras,
quiebros, escándalos, mentiras, chorradas, chistes sin gracia y culebreos. Hoy
debemos reflexionar para que, mañana domingo, participemos todos gozosos en la
gran fiesta de la democracia, frase cursi e indigesta que me resulta tan odiosa
y atragantante como aquella de la serpiente multicolor ciclista. Y digo yo, ¿cómo
coño vamos a poder hacerlo si no nos han dejado hueco en la cabeza en el que
quepa un ápice de discernimiento, si durante 6 largos meses vergonzosos,
cansinos, agotadores, nos han dejado el cerebro hecho fosfatina a base de
embaucos y ocurrencias? Habría que ver la manera de cambiar el nombre a este
día, y llamarlo, qué sé yo, jornada de descanso, de relajo, de catarsis, de
desintoxicación, de higiene cerebral, de “¡dejadme ya en paz, hombre, por lo
que más queráis!”. A eso es a lo que deberíamos dedicarlo. Aunque lo veo
difícil porque aquí se coge una rutina y, por absurda que sea, se mantiene por
encima de la campana -¿o es campaña?- gorda. Estoy por creer que todo este
entramado maquiavélico, (nunca mejor traído el personaje), está perfectamente
estudiado y programado para alelarnos día tras día, como una gota malaya que
minara nuestras entendederas de tal manera que cuando acudamos a las urnas, lo
hagamos medio modorros, como borregos sonámbulos y con nuestra capacidad de raciocinio
bajo mínimos. Eso podría explicar los resultados sorprendentes e incluso
estrafalarios con los que a veces nos encontramos.
Reflexionar, según el DRAE, es “pensar
atenta y detenidamente sobre algo”. Pero retorciendo su construcción, aun a riesgo de
ser excomulgado por la comunidad de sabios lingüistas, podría ser considerada
como palabra derivada, formada por el prefijo ‘re-‘, que indica ‘repetición’, y
el verbo ‘flexionar’, que significa ‘hacer flexiones’. Y me temo que, en sus delirios
obsesivos por llevarnos cada cual a su huerto agostado, estos payos se han
apuntado a esta acepción espuria de la palabra, transformando por arte de
birlibirloque la ‘reflexión’ en ‘re-flexión’ hasta lograr que este sábado, que
debería de ser un día de asepsia en el que poder expurgar nuestros cuerpos de
tanta miasma alienadora, agachemos aún más la cerviz y, doblegados hasta el
embotamiento, mañana vayamos sumisos, destartalados y calamocheando, camino de
las urnas. En fin, es solo una teoría, acaso disparatada, posiblemente producto
de mi agotamiento intelectual o, quizá, de mi propia idiosincrasia, que diría
el otro.
Lo que sí tengo claro, y esa es
buena, es que todavía no sé qué voy a hacer mañana. Porque unas veces pienso
que votar sería transformarme en cómplice activo de todos los manejos e
imposturas que los candidatos exhiben día sí, día también; y otras, que no
hacerlo sería reconocerme derrotado por su estrategia y presa de un desencanto al
que tampoco estoy dispuesto que me lleven. En cualquier caso creo que no tengo
escapatoria y que me arrepentiré de haber tomado una decisión u otra, sea
saliendo por la puerta del colegio electoral, sea a las 20 horas y un minuto de
mañana por no haber ido. Y esto lo digo con conocimiento de causa porque en
estos días, cuando ya me había decidido por una de las dos, me bastaba ver el
careto y escuchar la salmodia de
cualquiera de los protagonistas o secundarios de esta gran farsa para que, ipso
facto, optara por la contraria. Así que ya me dirán si tengo o no razón. Lo que
sí tengo claro es a quienes no voy a votar. A unos porque los conozco y sé de
lo que son capaces; y a otros por todo lo contrario. O a la viceversa, no sé si
me explico. ¿Voto en blanco? En principio podría ser un lenitivo para mis indecisiones...
pero tampoco. Porque según politólogos y sociólogos perjudica a los partidos
minoritarios. ¿Voto nulo o gamberro? Pues quizás. Porque de entrada no
perjudica ni beneficia a nadie ni a ninguno y da fe de que he salido victorioso
del envite y del embate sin desencantos ni gaitas. Y, de salida, porque les
digo a los interfectos que con su pan se lo coman y así se les atragante. Con
el añadido de que reafirma mi escepticismo y de que, a mi edad, hacer una
gamberrada siempre resulta terapéutico.
Lo que es impepinable, si al final
voy, es que de regreso entraré en La Cubana, compraré media docena de bollos de
leche, y en casa, relajado como burro sin albardas, me los zamparé uno tras
otro, así se me atore el garguero y me quede sin resuello. Quién dijo miedo... Esto
último -lo acabo de decidir- lo haré de todas formas. Porque ahí, sí que
sí, se aliviarán todas mis cuitas. Y ya
de paso, como estoy por la zona, a lo mejor incluso voto. O no.
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