sábado, 14 de mayo de 2016

ELOGIO DEL LIBRERO

Ya no hay anuncios de libros en televisión. Si los hubiera deberían terminar, adaptándola, con la misma cantinela con que suelen hacerlo los de medicamentos: “Lea las críticas y solapas de este libro y consulte a su librero”. Porque una librería es como una farmacia, a la que vas en busca de remedios para tus males o para tus carencias, ya sea un reconstituyente que te devuelva la energía, un ansiolítico que te suma en un sueño melancólico y relajante, un lenitivo para paliar una angustia interior difusa  o un estimulante que te devuelva la euforia y las ganas de seguir. Pero, por más surtida que esté, por muchos y buenos libros que tenga, si tras el mostrador no hay un librero, nunca será una buena librería. Porque un librero no es sólo un vendedor de libros, por la misma razón que un farmacéutico no es solo un vendedor de píldoras o de ungüento Pallesqui sulfaminado. Fidencio Barrenillo, uno de los inimitables personajes creados por Cantinflas, boticario en el pueblo de Bacamuchi, en el estado de Sonora,  había elaborado un brebaje, el “Agua límpida milagrosa”, que dejaba al bálsamo de Fierabrás a la altura de un invento de aficionados. Su pócima, según sus propias palabras, estaba indicada para curar “las agruras, los vómitos, el mal de espanto, el mal de ojo, la bilis, los riñones, el recargo intestinal, la angina de pecho y erupciones. Y también los tabardillos, la garraspera, el dolor de cabeza, el dolor de muelas, el dolor de estómago, el mal de San Vito, la pulmonía, los soponcios, el chorrillo, granos, torzones y la caspa, que se cae hasta con pelo y todo”. Un librero es como este boticario paradigmático y sui géneris, que sabe encontrar el agua límpida milagrosa que sirva de lenitivo a los padecimientos de cada cual. Porque a veces entras en las librerías con un dolor impreciso, con un deseo indefinido, con una ausencia de algo no concreto, con un barrunto de lo que deseas. Y recorres las estanterías como un general que pasara revista a sus tropas, protocolariamente, sin acabar de encontrar lo que buscas, entre otras razones porque no sabes muy bien qué es. Y el librero es entonces tu tabla de salvación. Él es quien te orienta, te aconseja, conoce o adivina tus gustos y tus preferencias, te presenta varias posibilidades de cura, exterioriza y te contagia su amor por los libros, sabe dónde está cada uno, charla, te relaja, te centra. Y cuando, como ocurre alguna vez, te vas con las manos vacías, se queda frustrado. No por el hecho de no haber vendido nada, sino por no haber sabido desentrañar lo que andabas buscando. Porque el esquema de un vendedor de libros es: cliente-libro. Y el de un librero es el contrario: libro-cliente. El primero puede poner detrás de “cliente” lo que le plazca: pantalones, bragas, zapatos... cualquier cosa. El segundo, sin embargo, no puede poner después de “libro” aquello del catecismo Ripalda: Pedro, Juan, Francisco, etc... cualquier cliente. Porque eso no funciona así y la inversión de la fórmula resulta fundamental para conocer el busilis de lo que es esa relación.

No quiero ocultar que, modelando estas líneas, he sentido que mi amigo Ángel Gata, Angelito el de Universitas, ha estado detrás de mí, mirando de reojo mientras escribía, sonriendo socarronamente al saberse protagonista y destinatario estrella de este elogio. Él nos dejó el pasado 17 de febrero y aún ando recuperando lágrimas para poder seguir llorando su ausencia. Él era mi Fidencio Barrenillo de los libros y, tantas veces también, de mi vida y de mis fracasos, de mis tristezas y de mis desvaríos. Solo para hacerme la ilusión y sentir el alivio de que son verdad cumplida en su injusto adiós, lo intuyo transitando aquellos hermosos versos de Federico García Lorca:

“Quiero dormir un rato,
 un rato, un minuto, un siglo;
 pero que todos sepan que no he muerto;
que haya un establo de oro en mis labios;
que soy un pequeño amigo del viento Oeste;
que soy la sombra inmensa de mis lágrimas”.


Ayer se inauguró en Badajoz la XXXV Feria del Libro. Pasearé entre libros, sentiré otra vez el placer de estar en una enorme y luminosa librería, y escucharé de nuevo, mezclados con la algarabía y el trasiego del Paseo de San Francisco, susurros que me llaman desde historias que duermen entre páginas. Cuando, respondiendo a esa llamada imprecisa y quimérica, me acerque a una de las casetas y pasee mi mirada por sus libros, sentiré, desde mi corazón, que habrá otros ojos, achinados y pícaros, mirando al mismo tiempo que los míos.

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