Ya no hay anuncios de libros en
televisión. Si los hubiera deberían terminar, adaptándola, con la misma
cantinela con que suelen hacerlo los de medicamentos: “Lea las críticas y
solapas de este libro y consulte a su librero”. Porque una librería es como una
farmacia, a la que vas en busca de remedios para tus males o para tus
carencias, ya sea un reconstituyente que te devuelva la energía, un ansiolítico
que te suma en un sueño melancólico y relajante, un lenitivo para paliar una
angustia interior difusa o un
estimulante que te devuelva la euforia y las ganas de seguir. Pero, por más
surtida que esté, por muchos y buenos libros que tenga, si tras el mostrador no
hay un librero, nunca será una buena librería. Porque un librero no es sólo un
vendedor de libros, por la misma razón que un farmacéutico no es solo un
vendedor de píldoras o de ungüento Pallesqui sulfaminado. Fidencio Barrenillo, uno de los inimitables personajes creados por Cantinflas, boticario en el pueblo de
Bacamuchi, en el estado de Sonora, había
elaborado un brebaje, el “Agua límpida
milagrosa”, que dejaba al bálsamo de Fierabrás a la altura de un invento de
aficionados. Su pócima, según sus propias palabras, estaba indicada para curar “las agruras, los vómitos, el mal de
espanto, el mal de ojo, la bilis, los riñones, el recargo intestinal, la angina
de pecho y erupciones. Y también los tabardillos, la garraspera, el dolor de
cabeza, el dolor de muelas, el dolor de estómago, el mal de San Vito, la
pulmonía, los soponcios, el chorrillo, granos, torzones y la caspa, que se cae
hasta con pelo y todo”. Un librero es como este boticario paradigmático y
sui géneris, que sabe encontrar el agua límpida milagrosa que sirva de lenitivo
a los padecimientos de cada cual. Porque a veces entras en las librerías con un
dolor impreciso, con un deseo indefinido, con una ausencia de algo no concreto,
con un barrunto de lo que deseas. Y recorres las estanterías como un general
que pasara revista a sus tropas, protocolariamente, sin acabar de encontrar lo
que buscas, entre otras razones porque no sabes muy bien qué es. Y el librero
es entonces tu tabla de salvación. Él es quien te orienta, te aconseja, conoce
o adivina tus gustos y tus preferencias, te presenta varias posibilidades de
cura, exterioriza y te contagia su amor por los libros, sabe dónde está cada
uno, charla, te relaja, te centra. Y cuando, como ocurre alguna vez, te vas con
las manos vacías, se queda frustrado. No por el hecho de no haber vendido nada,
sino por no haber sabido desentrañar lo que andabas buscando. Porque el esquema
de un vendedor de libros es: cliente-libro. Y el de un librero es el contrario:
libro-cliente. El primero puede poner detrás de “cliente” lo que le plazca:
pantalones, bragas, zapatos... cualquier cosa. El segundo, sin embargo, no
puede poner después de “libro” aquello del catecismo Ripalda: Pedro, Juan, Francisco, etc... cualquier cliente. Porque
eso no funciona así y la inversión de la fórmula resulta fundamental para
conocer el busilis de lo que es esa relación.
No quiero ocultar que, modelando
estas líneas, he sentido que mi amigo Ángel
Gata, Angelito el de
Universitas, ha estado detrás de mí, mirando de reojo mientras escribía,
sonriendo socarronamente al saberse protagonista y destinatario estrella de
este elogio. Él nos dejó el pasado 17 de febrero y aún ando recuperando
lágrimas para poder seguir llorando su ausencia. Él era mi Fidencio Barrenillo
de los libros y, tantas veces también, de mi vida y de mis fracasos, de mis
tristezas y de mis desvaríos. Solo para hacerme la ilusión y sentir el alivio
de que son verdad cumplida en su injusto adiós, lo intuyo transitando aquellos
hermosos versos de Federico García Lorca:
“Quiero
dormir un rato,
un rato, un minuto, un siglo;
pero que todos sepan que no he muerto;
que
haya un establo de oro en mis labios;
que
soy un pequeño amigo del viento Oeste;
que
soy la sombra inmensa de mis lágrimas”.
Ayer se inauguró en Badajoz la XXXV
Feria del Libro. Pasearé entre libros, sentiré otra vez el placer de estar en
una enorme y luminosa librería, y escucharé de nuevo, mezclados con la
algarabía y el trasiego del Paseo de San Francisco, susurros que me llaman
desde historias que duermen entre páginas. Cuando,
respondiendo a esa llamada imprecisa y quimérica, me acerque a una de las
casetas y pasee mi mirada por sus libros, sentiré, desde mi corazón, que habrá
otros ojos, achinados y pícaros, mirando al mismo tiempo que los míos.
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